Hoy, catorce abrileño, a las 19.30. En el CC Delicias, se
inaugura una exposición en torno a la vida y obra de Emilio Alfaro Gracia, médico y artista.
Una exposición sencilla, montada por admiradores semi clandestinos, que recoge imágenes de sus años jóvenes y de madurez. Sus
trabajos en Moncayo Films, su literatura y sus cuadros.
Alfaro fue, en sus últimos años, concejal socialista del
Ayuntamiento de Zaragoza. Lidió con un departamento, el de Acción Social, para
el que hace falta tener estómago. Erradicar el chabolismo fue su eje político y
su reto más personal.
Su poesía recogida en Esa
otra ciudad refleja sus inquietudes cívicas expresadas en versos justicieros.
Como dijo Antón Castro: “jamás quiso que nada le fuese ajeno”.
El Silbo Vulnerado se sumó desde el primer momento a este
justo recuerdo, que tiene también un algo de reivindicación.
Conservo algunos recuerdos del personaje, al que en mi
juventud veía en tertulias de artes y de letras. También en algún cenáculo
conmemorativo de la fecha que es hoy. Pero hay un recuerdo esencial, de cuando
Rosendo Tello lo trajo al instituto, Delegada 1 del Goya, a darnos una
conferencia. Allí descubrimos que la literatura,
la música, la plástica, el cine… no eran artes estancas, impermeables. Para mí,
los consejos de Alfaro eran importantes, porque ese hombre
no había hecho películas de indios sino que había recreado en la pantalla las
palabras de Jorge Manrique y de Antonio Machado. Entre otras cosas, claro.
Así, pues, hoy, tras la presentación de la exposición,
que hará el director del CC Delicias, Jesús Medalón, y alguna autoridad no
confirmada, saldremos al escenario para recitar, con Dolos al violonchelo, dos
poemas, “Margen izquierda” y “El personal”, que aquí copiamos:
EL PERSONAL
Hay quien vive su vida en el
trabajo
y quien vive del trabajo de los
otros,
y quien no sabe vivir, aunque
trabaje.
Hay quien tiene esperanza y quien
piensa.
Amigos y enemigos, ajenos y
cercanos,
comiendo y bebiendo, decidiendo,
ejecutando,
mirando, calculando y
lamentándose continuamente
de la fortuna ajena y aun de la
propia.
Peones de albañil, magistrados y
contables,
mancebos de botica, militares,
tapiceros,
yesaires, físicos, mangantes,
empresarios, dependientes de
comercio,
cerrajeros, notarios y parados.
Y sin embargo, se mueve. El
personal
Se mueve de un lado para otro
en busca de un fragmento
incontrolado
de paz, que nadie reconoce como
suyo
cuando lo tiene al lado, llamando
por su nombre
al feroz protagonista de su historia
que, dando tumbos y llorando,
se siente ajeno al dormitorio
donde tantas cosas pasaron con
los años,
y a los viejos muebles de madera
que una mano femenina
abrillanta cada día
eliminando la mota de polvo
imperdonable.
El personal de esta ciudad, sus
mismos habitantes,
su nómina de almas, su catálogo
de buena gente inveterada
que se aloja en el vientre de los
barrios
y celebra alegremente sus fiestas
patronales.
Esa gente, Dios mío, tan entera
cuyos toscos modales solo engañan
a los tontos
que no saben distinguir un hombre
de su sombra.
Esa gente de acero en los riñones
y callos en la palma de las
manos,
en el eterno tajo
de sacar adelante a la familia
y morirse de pie sin un suspiro.
Esas bravas mujeres, cuyas
piernas
declinaron desde el lirio hacia
el olivo
surcadas de varices y de
esfuerzos,
hermosas abuelas que al igual que
Cristo
multiplicaron los panes y los
peces.
Mujeres que apagaron la sed de
sus maridos
y amamantaron hijos, fregaron
escaleras,
sirvieron en casas señoriales
cantando jotas entre dientes
y pensando cómo ahorrar una
peseta.
Mujeres de verdad, que llevan en
el bolso
la foto de sus nietos, un pañuelo
bordado
y la fuente inagotable de su
fuerza
Absorto personal en los mercados
envuelto en aromas de mar y de
hortaliza,
diverso personal, millones de
pisadas
que van borrándose de suela en
suela
sin pausa y sin ritmo, pero
continuamente.
Público en general, aforo
ciudadano
que sigue la prensa y que retiene
imágenes
de ofrenda de flores, de rosarios
de cristal,
y que fumando habanos o farias de
Galicia
embotellaba la calle de La Paja
camino de los toros,
andando a contraluz, con el sol
cegando los balcones
y el presagio de una tarde
memorable
en el ruedo ardiente de La
Misericordia.
¿Quién distingue de lejos a las
viudas
traspasadas de digna soledad y de
nostalgia
de esas otras personas que se
erigen
en vértigos humanos? Pues
existen.
Caminan con mesura, saludan
quedamente,
trabajan en casa y pagan las
deudas del extinto
con un gesto banal de leona
encorsetada
que cumplimenta a costa de sus
ojos
la implacable norma de las
ventanillas.
Recuerdos ambulantes diluidos en
la lucha
cimentan el vacío, construyen en
la nada,
solas, enormemente verticales,
coraje sobre orgullo,
tiernos monumentos al amor
perdido.
Diverso personal en que se mezclan
el divertido prócer, proclive a
las notas necrológicas,
y el truhán disfrazado de
consejo.
Lejanos sabios, microscopio en
mano,
soportan cada día la emboscada
del próximo canalla que enriquece
saltando a la comba de la
inocencia ajena.
Revueltos, eso sí, pero juntos
igualmente
el atleta y la corista, el
podólogo y la madre superiora,
habitantes de hecho y de consumo,
de herencia y por azar, peatones
del Tubo,
caballeros del Pilar, hermanos
del Refugio
y socios fundadores del Stadium
Casablanca.
Gente embutida en salones de alto
standing
o en cuarenta metros de legumbre,
gente rara u hortera o a falta de
un hervor,
maravillosa gente que escribe o
que pinta,
que pretende hacer cine o que
respira solamente
cuando se alza el telón delante
de su angustia
y se* sabe de Shakespeare, de
Becket o de Buero.
Bandas de rockeros, ciclistas
solitarios,
jubilados campeones de petanca,
humeantes jugadores de billar,
maratonianos
quintaesencia agónica del aire,
vendedores de seguros, carniceros
con alma de líderes sociales.
Personal de la ciudad, tenso
tejemaneje
de amor decapitado por problemas
económicos.
Distantes catedráticos, amigos y
vecinos,
conocidos de siempre, familias
distinguidas
que se rozan a menudo con la masa
sin el menor atisbo democrático.
Grupos y tertulias, sociedades
diversas
que aglutinan los últimos
esfuerzos
para lograr uniones consonantes
en torno a los canarios, a los
sellos,
a los trenes antiguos y a la
papiroflexia,
gente de orden, bohemia
trasnochada,
místicos, hampones, novilleros…
Hay que vivir con este personal
ni bueno ni malo, sino todo lo
contrario.
Hay que fumarnos todos los
cigarros
que encienden los demás. Y
sentirnos a gusto
con la inminente fusión de bancos
y de cajas
y con esa carcajada que surge de
la noche
y que algún desconocido arroja a
nuestro sueño.
Hay que hablar mucho con ese
joven aturdido
a punto de meterse muerte por la
vena
para acabar de pronto de bruces
en el barro
con todos los rosarios de su
madre.
Hay que vivirnos, ciudadanos,
porque estamos aquí, que aquí
nacimos.
La ciudad: el vasto domicilio
donde todos asumimos nombre y
apellidos,
donde todos buscamos otra luz que
nos despierte
ese cálido hueco de antiguas
referencias,
y un idioma común, cuyos matices
no atribuyan a unos pocos
traducciones enigmáticas.
Es que somos así, de idéntica
camada,
tropezando, cayendo de rodillas,
irguiéndonos con fuerza
para afirmar a gritos que
existimos.
Personal contradictorio,
tripulantes
de una nave azotada por los
vientos
e impulsada a besos y a
mordiscos.
Emilio Alfaro
Gracia