Julio Michel |
Yo los conocí ese año, en la Escuela de Magisterio de Huesca, donde dieron un taller de construcción y una representación de su espectáculo. Aún no se había desarrollado el movimiento titiritesco aragonés y todo lo que planteaba Libélula era novedad. Una novedad asombrosa.
Con el tiempo, habríamos de coincidir muchas veces. Julio no solo era titiritero, era, como se dice en América, "un hombre de teatro". Una de sus fuentes era el folclore: tocaba la dulzaina, o acompañaba a Amancio Prada, representando con títeres los romances que cantaba en escena. Construyó artilugios para mostrar las ilustraciones de romances, que aparecían de izquierda a derecha mediante rodillos; una industris que andaba entre el romance de ciego en lienzo y el pre cine. Un juglar.
Colaboró con muchos grupos e iniciativas teatrales. Con frecuencia, La Quimera de Plástico lo llevaba en sus giras americanas como dulzainero y titiritero invitado. Era uno de esos lujos que a veces el teatro se puede permitir.
Lo recuerdo más vivamente en América que en España. Lejos de casa las conversaciones son más sustanciosas, no hay prisa, se comparte la risa que produce cualquier malentendido del protocolo.
Uno de aquellos encuentros no tuvo nada de gracioso. En 1991 estábamos en un campamento del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional. Era un hospital para heridos en la guerra de El Salvador, donde médicos cubanos enseñaban a construir las prótesis a los amputados y los ciegos eran instruidos en el arte de andar sin ver. (De aquella actuación compartida ya comenté algo aquí). Con el calor infernal del mediodía, Julio debía iniciar un pasacalles por la plaza del campamento, él con dulzaina, secundado por el actor de La Quimera Manuel Pérez. A paso lento, Julio desgranaba el repertorio de Agapito Marazuela, pero nadie iba detrás, nadie se asomaba a las ventanas de los barracones. Bajo un árbol frondoso, el resto de la delegación artística (Uroc, Silbo, Quimera) exhortábamos a los músicos a suspender el recorrido, pero ellos cada vez que pasaban por el árbol paraban un momento, bebían agua y seguían en su rara misión.
Después vendría la función de los cómicos, ya a cubierto. Como íbamos ligeros de equipaje, Julio no tenía soportes para colocar la tela del titiritero, así que usó a dos voluntarios para sostenerla. Esa carencia era también un truco para, inopinadamente, involucrar a los pasivos ayudantes en la acción. Los títeres tienen un componente visual insoslayable. Sin embargo, las voces, algunas parodiadas con "boquilla", y los golpes de la cachiporra, permitían a los ciegos seguir la acción...
Con el fondo de esos recuerdos, de esa "misión", tuve muchas conversaciones con Julio en torno al poeta salvadoreño Roque Dalton y, aunque estuviéramos ya en España, siempre bajábamos la voz al pronunciar su nombre, por si acaso.
Julio, famoso por su labor al frente de Titirimundi, vino por Aragón en muchísimas ocasiones, no en vano existe Teatro Arbolé desde hace unos 30 años como encrucijada. El año pasado, fue homenajeado por sus colegas en el Parque de las Marionetas, Fiestas del Pilar de Zaragoza.
Helena Millán, Julio Michel. Zaragoza, 2016 |