Me pide mi socio Manolo que redacte un historial resumido de mis 50 años en El silbo vulnerado. No sé para qué caramba lo necesita, pero me insiste que el escrito se centre en mí y no hable de nadie más. Cosa imposible. Se aprende de otros y se crece con otros. Nadie es absolutamente autodidacta.
Hacer números es fácil, pero ¿cómo resumir 70 montajes con
obras de 80 autores pasadas a la escena, 4.000 funciones en 20 países y 250 artistas y técnicos con los que
has trabajado a los largo de cinco décadas?
Con todo, le prometo citar al mínimo posible de amigos,
maestros, colegas, familias, y demás hacedores de esta fantasía que es El silbo vulnerado.
En 1971 comencé a dar recitales de poesía con músicos. Luego
se incorporaron compañeros de la escuela de teatro y en 1973 pusimos “El silbo
vulnerado” como nombre del grupo. Al año siguiente me profesionalicé como
“rapsoda”, siendo este oficio especializado el que ha primado en mi actividad
teatral.
¿Cincuenta años? Sí, pero más o menos, porque no me atrevería
a poner una fecha fundacional. En cualquier caso, como seguimos trabajando, me
es un poco indiferente. El día a día no nos invita a pararnos para celebrar cumpleaños.
La década inicial de El silbo fue procelosa, pero la juventud podía con todo. Estudiábamos y trabajábamos para sacar adelante un grupo (ahora sería un “proyecto”) que nos permitiera compartir con la gente nuestras pasiones, o sea la poesía y la música. Tiempos de colegios mayores, actos cívicos y homenajes a Federico, a Don Antonio, a Miguel… Una vez, en comisaría, me dijeron que había llamado “cabrón” a Franco. En mi afán didáctico de ilustrar a todo quisque, les aclaré que dije “sapo iscariote y ladrón” y que León Felipe nunca llamó “cabrón” a Franco (como sí hicieron otros autores).
Me consideraba un estudioso de la expresividad de los intérpretes
y llené cuadernos con los desarrollos
gestuales de muchos artistas. Buscaba correlaciones entre las funciones del
lenguaje oral y el lenguaje gestual.
En 1982, con Goyo y Carmen, incorporé a Héctor Grillo como
director de escena, con quien trabajaríamos periódicamente muchos años. Con él nos
instalamos en Andalucía desde donde irradiamos propuestas de géneros mestizos,
ora sobre Quevedo, ora sobre poesía hebrea medieval, etc. Pasamos una larga
temporada en Madrid, fundamentalmente para asistir a las tertulias semanales
del Manuela, el café de Malasaña donde oficiaba Agustín García Calvo. En 1985,
tras recorrer –con la sátira erótica del XVIII- los cafés teatro españoles, y
con Quevedo diversos festivales, como el de teatro clásico de Almagro, volví a
Zaragoza para organizar la campaña provincial de teatro, de donde nacería la
feria de teatro –pionera en el país. Fui a Argentina para conocer los
movimientos artísticos que renacían tras la dictadura. De vuelta, comencé a
promover en Zaragoza iniciativas surgidas tras lo visto por allí. La década terminó con varios montajes que
fueron sonados, y con giras por Guinea Ecuatorial, Francia, Argentina y
Bolivia.
En esos primeros veinte años no solicitamos ninguna subvención, porque en el fondo sabíamos que nadie daba un duro por la pervivencia de un grupillo que juntaba pasado y presente en sus aventuras juglarescas.
Pero los años noventa tuvimos apoyos institucionales (la
trayectoria ya era incuestionable) y pudimos trabajar en España con artistas
lejanos, editar, grabar, y hacer espectáculos con formato grande. Lo que ahora
se llama “colaborativo” lo practicamos a nuestra manera, con resultados –con
frecuencia- sorprendentes. Hicimos coproducciones con colegas franceses,
castellanos, cubanos y argentinos. Yo compaginaba las tareas en el grupo con la
reinvención de un bululú moderno, que me sigue permitiendo colarme en espacios
alternativos a los oficiales. Introdujimos danza, proyecciones, plataformas
elevadoras, etc. en algunos montajes, sin dejar de hacer recitales básicos de
voz y música.
En México me conmueve el recuerdo de los viejos republicanos.
Como años atrás con la copla andina, el exilio español pasa a ser uno de mis
“temas” recurrentes.
Dos mil
El cambio de siglo nos pilló algo cansados. La alergia a los
formularios disparatados nos fue alejando de las subvenciones. Volví a trabajar
en todos los espectáculos del grupo. En 2001 monto Memoria de Borges y creo comprender algunas esencias que el
argentino compartía –sin quererlo- con
la gran poesía, significada para mí en Antonio Machado, Rosendo Tello y Agustín
García Calvo, del gremio poetas-profesores. El estudio de Borges –conferencias,
poesías, narraciones, ensayos- me trastoca comportamientos más allá de la
escena; siento que el niño entusiasta que llevo dentro empieza a madurar: la
soberbia se va atenuando, por ejemplo.
Vuelvo a interesarme vivamente por el “cómo” y me vuelco en el
estudio de los fundamentos del verso castellano. A la par, me centro en el desarrollo de los guiones, digamos que acabo haciendo "guión de lo guionizado".
Esa primera década del XXI acabó muy mal. En 2008, mientras
nos encargábamos de presentar a cincuenta poetas aragoneses en la Expo, los
ayuntamientos comienzan a demorar los pagos. Era la “crisis” que algunos
imbéciles llamaban “oportunidad”, que eso quería decir en chino.
2010 fue el centenario de Miguel Hernández, de cuya referencia nunca nos hemos apartado. Revisamos obra y vida, siguiendo rigurosamente los últimos estudios. Participamos en la organización de homenajes en las Américas, pero en España tuvimos mucha competencia para hacernos hueco.
Con frecuencia, los contratantes tardaban un año en pagar las
funciones. Se aguantó como se pudo hasta 2012, cuando, en accidente callejero,
me rompí los dos codos y tuvimos que suspender toda la primavera (nuestra
temporada alta). La empresa saltó por los aires. Como quien dice, fue un volver
a empezar. Nos asociamos con dos empresas que permitieron la continuidad del
trabajo. Una, de Remolinos, El Paragüero, que nos dio cobertura en España; y
otra, Iberlingva, con la que mantuvimos programas para estudiantes de español,
en la onda de la lingüística cognitiva, recibiendo el reconocimiento del
Congreso del Español de Salamanca.
Un espacio auténticamente alternativo, La Fábrica de
Chocolate, nos dio la infraestructura para el trabajo creativo y logístico.
Una de mis actividades desde hacía tiempo era el
mantenimiento de una suerte de tertulia-recital semanal en determinados bares
de la ciudad. Los años más agudos de la crisis los pasé en El Mangrullo, La
Topera y La pequeña Europa, donde los encuentros semanales servían como paño de
lágrimas para los parroquianos sufridores de la debacle económica. En un
intento por saber hacia dónde se dirigía nuestro mundo, alterné los homenajes a
Celaya, Gelman, J.A. Labordeta, y otros poetas, con ciclos centrados en las
obras de dos pensadores de cabecera. Uno fue Mc Luhan, del que celebramos los
cincuenta años de su Galaxia Gutenberg.
Otro fue Bauman, con el que aprendimos a
ver que nada es por casualidad. En las explicaciones de Bauman sobre la
posmodernidad descubrí coincidencias con la obra de Nicanor Parra, y me agarré
a su obra como el náufrago se abraza a una madera vieja. El propio Nicanor me ofreció el título: Todos contra Parra.
Mediada la década, recibí varios reconocimientos por mi
trayectoria.
Con ayuda de compañeros y amigos del grupo, emprendí la
aventura de montar una obra muy ambiciosa, Historia
de la tortilla española, que conseguí estrenar en el Teatro Periplo de
Buenos Aires.
Paralelamente, una colega entrerriana me pide ayuda para
formarse en la interpretación del verso; de ahí salieron nuevas propuestas que
presentamos juntos en tierras argentinas, bolivianas y españolas. Con ella vi
la oportunidad de montar una obra centrada en la figura de la legendaria Berta
Singerman. La estrenamos en la zaragozana sala Arbolé. La acogida fue favorable, pero la pandemia
paralizó el proyecto.
Dos mil veinte
Pese a todo, ahora que lo pienso, los últimos diez años han
fructificado en otros tantos espectáculos, siendo Poesía memorable el último, que me sirve como recuento de poemas
que una vez trabajé y que permanecen –por algo será- en mi memoria.
Ahora, en 2023, revisaremos Vuelve Berta Singerman, y la reestrenaremos en el Teatro de La
Estación en julio. Y lo haremos –como tantas veces- como acto de justicia
poética. Ya sabemos que no estamos de moda, que el teatro está desvalorizado
por estas tierras, o, por lo menos, que nuestra presencia es prescindible. Ley
de vida, supongo.
¿Lo inmediato? El programa Noches de Juglares, que en el
parque Delicias presento desde hace 28 años ininterrumpidamente. Entre medio,
seguir difundiendo entre los profesores de lengua y literatura nuestras claves
para despertar afición a la poesía en la Gençana, o en las jornadas de Arenas
de San Pedro.
La actuación más importante para el artista es la próxima, siempre.