4 de enero de 2010

Los dos cuentos de Miguel Hernández a su hijo. Por Jesucristo Riquelme.

Artículo de Jesucristo Riquelme, publicado por la Asociación Cultural Orihuela 2mil10.


NANA Y FÁBULA PARA UN INFANTE. Por Jesucristo Riquelme


No fue Miguel Hernández (1910-1942) escritor de muchos cuentos. Ni jamás quiso ajustar cuentas que no esgrimieran en principio las armas de la retórica y la dialéctica: «Tristes, tristes armas / si no son las palabras». Sólo después del intento de la influencia social de las artes literarias, del compromiso por la democracia y la justicia, y del denuedo por la instrucción educativa se llega a comprender el doble aserto del lema nacional chileno que con vehemencia había comentado Pablo Neruda a un joven e inexperto Miguel Hernández: «Por las armas de la razón o por la razón de las armas». En momentos de opresión y genocidio se justifica la lucha contra el déspota y el dictador. La toma de la fuerza contra la brutal fuerza de la represión antidemocrática e ilegítima de un tirano o de un régimen político tiránico fue arengada por la voz poética y dramática de Hernández; aunque la vida le proporcionó sobrados motivos, Hernández toma la justificación del tiranicidio de ejemplos que le resultan próximo y bien conocido: el ejemplo literario procede de la Fuenteovejuna de Lope de Vega, con la revuelta popular que mata al cacique, y que contaba con una fuente histórica (la crónica de Rades) que fue adaptada por Lope para añadir explícitamente su defensa de la monarquía; el ejemplo dialéctico le viene a Hernández de la tradición religiosa, cuyo máximo exponente es un jesuita, el padre Mariana (1536-1624): esta tradición justifica el tiranicidio, y era conocida por el joven oriolano, puesto que, no en balde, cursó casi dos años completos (1923-1925) en un centro regido por jesuitas, el colegio de Santo Domingo, en Orihuela. Juan de Mariana planteó la polémica de la justificación del tiranicidio en Del rey y de la institución real (1599) (1). En Orihuela, en la atmósfera de las revueltas republicanas, los amigos acomodados de Hernández trataban el asunto de las actitudes tiránicas y de las rebeliones populares, e incluso pasaban a formar parte de sus comentarios en revistas como El gallo crisis (2). La prédica de la justificación del tiranicidio (de la pluma de un jesuita) contrasta con el aserto de la resignación cristiana en palabras de Ramón Sijé: «Soportar al tirano es el sacrificio político del cristiano». Hernández, que no comulgaba con muchas de estas ruedas de molino, da un giro al lema sijeniano y pone en boca de los asalariados de la minería, de campesinos y ganaderos, en su drama Los hijos de la piedra (1935), un grito rebelde y revelador de muerte al tirano: «¡Muerte, muerte, muerte / abierta en la frente / de quien nos ha hecho / desear la muerte! / ... / Para quien nos manda / hambres, muretes, penas, / muertes y más muertes: / ¡Muera! ¡Muera! ¡Muera!» (0. C., 1599). Esta tradición alcanza su práctica ejemplar en las actuaciones de la Teología de la Liberación en Iberoamérica, tal como lo ilustra la vida comprometida –entre palabras y fusiles– del sacerdote Ernesto Cardenal (1925-) en Nicaragua: poeta, teólogo y soldado del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FMLN), con el que llegó a ser ministro de Cultura de su país, una vez derrocado el dictador Somoza. Miguel Hernández no fue ajeno a la vehemencia de las armas; así lo escuchamos en sus versos, en «Vientos del pueblo me llevan»:

«Cantando espero a la muerte, / que hay ruiseñores que cantan / encima de los fusiles / y en medio de las batallas» (O. C., 600), y, de modo más explícito, en «Canción de esposo soldado»: «Escríbeme a la lucha, siénteme en la trinchera: / aquí con el fusil tu nombre evoco y fijo, / y defiendo tu vientre de pobre que me espera, / y defiendo tu hijo» (O. C., 602). Un par de años antes, sobre 1935, antes del conflicto bélico, ya había declarado que la paciencia tiene un límite, el límite que abre la puerta a la reacción contra la violencia física o política; así vocifera el cierre de «Sonreídme»: «Habrá que ver la tierra estercolada / con las injustas sangres, / habrá que ver la media vuelta fiera de la hoz ajustándose a las nucas, / habrá que verlo todo noblemente impasibles, / habrá que hacerlo todo sufriendo un poco menos de lo que ahora sufrimos bajo el hambre, / que nos hace alargar las inocentes manos animales / hacia el robo y el crimen salvadores». (O. C., 521).



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