12 de julio de 2020

De libros y libreros. Un pregón de Guillermo Fatás

Encuentro en el blog de Antón Castro este Pregón de Guillermo Fatás que sirvió para inaugurar la Feria del Libro de Zaragoza, el 31 de mayo de 2013. No hará falta decir que es una joya.

Feria del Libro
 – Pregón -
Guillermo FATÁS CABEZA
Un profesor, como yo lo soy, es autor, porque escribe libros, y es librero, porque los vende, es prescriptor cuando los recomienda o exige, y proscriptor cuando les dirige reproches o los descalifica. En ese sentido, me siento  no solo cliente de mis libreros, sino librero de toda la vida.
Librero viene del latín librarius. Inicialmente, la voz designaba a cualquiera que tuviese relación profesional con la confección de escritos, jurídicos, contables o de otra especie, incluido sobre todo quien reproducía los manuscritos, mediante copia manual. No era raro que tuviera a su servicio esclavos instruidos, que dictaban en voz alta a varios más que copiaban al mismo tiempo lo dictado. En griego, estos librarii eran llamados βιβλιογρἀφοι (bibliógrafos) y quienes, además de ocuparse de hacer las copias, las vendían también, eran los βιβλιοπῶλαι (bibliópolas).
En nuestro Mediterráneo, los primeros que conocemos aparecen en Atenas, en el siglo V a. de C. Sus comercios estaban en el ágora y en ellos se hacían lecturas públicas de obras que, hasta la invención de la imprenta, eran siempre de circulación restringida. El testigo pasó de Atenas a Alejandría. En ella, los faraones de lengua y cultura griega, herederos de Alejandro Magno, crearon colecciones prodigiosas de obras literarias y científicas que eran cuidadosamente expurgadas de errores por equipos de sabios a cargo del Estado. Estos ejemplares depurados servían como modelo a las copias manuscrita, que circularon por la ecúmene mediterránea.
También viene de antiguo una tercera función del librarius: ejercer como editor, esto es, promover la redacción de libros nuevos y ponerlos en su tienda, la taberna libraría, al alcance del público interesado. Ya entonces se practicaban la piratería, la venta de copias no autorizadas, las falsificaciones, las atribuciones a un autor que no lo era, etc., de modo que esta clase de problemas solo resultan nuevos y parecen propios de ahora para quienes no se han informado bien. Nuestro Marcial, por citar a un autor cercano, se quejaba repetidamente de que le atribuían textos infames; como cuando pide a un allegado influyente que niegue esa imputación y que grite a Roma: “¡Eso no lo ha escrito mi amigo Marcial!”.[1]
Tampoco son novedad los riesgos que ha afrontado en todo tiempo el difusor del libro. Los económicos, por descontado; pero, también, los penales. En la Atenas del 411 a. C. ya hubo quemas públicas de libros y Roma no escatimó este recurso de control de los espíritus. Un caso rigurosísimo fue el que el emperador Domiciano, a fines del siglo I, aplicó al historiador Hermógenes de Tarso: condenado a muerte por supuestas burlas disimuladas al césar, los librarii que habían manuscrito el texto fueron crucificados por ello.[2]
Es decir, que, para vuestra profesión, no todo son amigos, según demuestran estos ejemplos y como puede verse en esta crítica, nacida de un autor italiano, que escribe a finales del siglo XVI, traducido y adaptado por el español Cristóbal Suárez de Figueroa en 1615.[3]
Así, les censura que vendan libros de los que él considera desaconsejables, vituperio este que a ninguno de nosotros que tenga alguna edad le sonará, por desgracia, desconocido. Esto escribe: “Por de buenos colores que se quieran pintar los Libreros, no dejan también de padecer sus defetos y vicios. Cuanto a lo primero, sin los descuidos en las obras, y costumbre de mentir que ya es hábito en ellos, les atribuyen principalmente los daños que se siguen en la República de libros legos y escandalosos. Porque, como quiera que consigan ganancia (blanco en que siempre ponen la mira), no reparan en esparcir por el mundo tan mala semilla. Encárganse con particular ansia de su impresión, comprando a veces a subido precio lo que de balde sería carísimo. Por maravilla [por casualidad] admiten libros eruditos y doctos, por ser en su conocimiento tanquam asinus ad lyram. Sólo eligen lo que les puede ser útil, y lo que, como dicen, se halla guisado para el gusto del vulgo, cuyo talento en cosas de ingenio descubre quilates de plomo pesado y vil. Mas no paso adelante, supuesto son amigos, y no es bien los irrite; siquiera porque no se muestren poco favorables en el despacho [la venta] deste libro”.
Pero también dice esto otro, consolaos: “La profesión de Librería mereció en todos tiempos ser contada entre las nobles y honrosas, según se puede probar con muchas razones y autoridades. Sin otras trae una eficacísima Polidoro Virgilio [humanista italiano del Cinquecento], diciendo, ser la comodidad de los libros la que adelgaza [afina] los ingenios, y la que abre un camino facilísimo para todas ciencias y disciplinas, incitando maravillosamente nuestros ánimos a los estudios de las letras dignísimas de toda reverencia y honor. Sácase también la nobleza de los Libreros de la grande estimación en que en todos tiempos tuvieron las librerías Emperadores, Reyes, señores particulares, y hombres doctos de toda suerte. (…) Puédese pues decir ser la profesión de los libreros por estremo noble, respeto de estar siempre en compañía de personas virtuosas, y doctas, como Teólogos, Médicos, Legistas, Matemáticos, Humanistas, y otros muchos científicos, con cuya conversación y manejo se vuelven muchas veces más agudos, inteligentes, y pláticos [prácticos, expertos], no sólo del arte, sino de las cosas de todo el mundo. Así son raros los lerdos, y en especial en vender su mercadería. También participan de nobleza, por la limpieza y curiosidad que tienen en sí. Adquiere el arte nombre del beneficio universal que produce a todos; porque de los libros se recibe el modo de entender, y saber lo que se quiere, y no sólo nos hacen poseer ciencias y artes, sino cuanto se puede desear de guerra, estado, amor, letras, manejos de papeles, oficios, y otras cosas. (…)”.[4]
Eso, el librero. ¿Y el libro? En el vestíbulo de mi Facultad la pared del fondo es un gran mural en cerámica de color azul, obra de Ángel Grávalos firmada en 1967, en cuya parte superior derecha, reproduciendo una grafía altomedieval, se lee la pregunta latina Quid est liber, ¿qué es el libro? Ponerla fue idea de Ángel San Vicente y desde entonces nos interpela al entrar, cada día, a quienes allí gastamos nuestras vidas. He seguido la pista del interrogante, con ayuda de mi colega Guillermo Redondo. Procede de un códice del siglo XI y dice así: Quid est liber. Liber est lumen cordis; speculum corporis; uitiorum confusio; diadema sapientium; honorifitentia doctorum; vas plenum sapientiae; socius itineris; domesticus fidelis; hortus plenus fructibus; arcana reuelans; obscura clarificans. Rogatus respondet; iussuque festinate; vocatur properat; et faciliter obediens. Es decir:
“¿Qué es el libro? El libro es lumbre del corazón, espejo del cuerpo, confusión de vicios, corona de prudentes, diadema de sabios, honra de doctores, vaso lleno de sabiduría, compañero de viaje, criado fiel, huerto lleno de frutos, revelador de arcanos, aclarador de oscuridades. Preguntado, responde, y requerido, anda deprisa, llamado acude presto y obedece con facilidad”.
Con el tiempo, diversas manos fueron añadiendo virtudes al listado, de forma que, al final, esta letanía en honor del libro lo hizo, según se colige del texto latino, “luz del corazón, espejo del cuerpo, maestro de las virtudes, expulsor de los vicios, corona de los prudentes, diadema de los sabios, gloria de los buenos, honra de los eruditos, compañero en el viaje, amigo en casa, interlocutor y confabulador del que calla, socio y compañero del que gobierna, alivio del yacente, vaso lleno de sabiduría, frasco de los aromas de la elocuencia, huerto lleno de frutos, prado marcado de flores, principio de la inteligencia, repuesto de la memoria, muerte del olvido, vida del acuerdo; llamado, corre; mandado, se apresura; siempre está pronto; jamás desobediente; preguntado, al punto responde; libérrimo consejero, no adula, no habla para complacer; a nadie perdona, porque a nadie teme; en nada miente, porque nada pide; jamás le molestas; revela los arcanos, esclarece lo oscuro, asegura lo incierto, resuelve lo dudoso; defiende contra la adversa fortuna, modera la favorable, aumenta las riquezas, evita la ruina; pozo inagotable, tesoro inmenso, erario inacabable, paraíso de donde no pueden arrojarte si no quisieres; amenidad de que puedes gozar mientras gustes; maestro gratificante, que te hace sabio si te halla ignorante”.
No puedo decir que no. Sirviendo al libro se sirve a la sociedad entera y eso han hecho entre nosotros libreros inolvidables, que han dejado su marca en Zaragoza en un grado no menor que los artistas y arquitectos que construyen la Zaragoza física, tangible, material. El oxígeno que insufláis en las venas de nuestra comunidad es también cuerpo de Zaragoza. Hablo, entre otros, de Inocencio Ruiz, Víctor Bailo o Luis Boya y de los creadores de linajes como Marquina, Alcrudo, Pons y Muñío. Los Muñío cumplen ahora medio siglo, seguidos por Paco Goyanes, y por Julia y Pepe, también curtidos veteranos; aunque no tanto como nuestro presidente, Joaquín Casanova, que acaba de llegar a su primer medio siglo de ejercicio profesional.
Queridos libreros nuestros: sois grandes resistentes, como herederos de una estirpe de gentes famosas por su fortaleza en los asedios, que no siempre son a cañonazos. Hagamos, todos, votos para que vuestro hermoso oficio prospere. Será señal segura de que también prospera nuestro país.
Guillermo Fatás
31 de mayo de 2013


[1] Véanse por ejemplo, algunos epigramas suyos, que citamos según traducción de José Guillén, Epigramas de Marco Valerio Marcial, IFC, Zaragoza, 2003 (2ª ed.). VII 12: “(…) Mis páginas tampoco hieren a los que en justicia odian ni a mí me gusta la fama a costa de la vergüenza de nadie.¿De qué aprovecha, aunque algunos deseen que [esos versos] parezcan míos (…) si bajo mi nombre vomita veneno viperino el que dice no soportar los rayos de Febo ni la luz del día?”. VII 72 “Y si alguien dijera maliciosamente que son míos unos poemas que rezuman negro veneno, que me aportes [habla a Paulo, importante abogado] tu voz como abogada y que, con todas tus fuerzas y sin parar, grites: “Eso no lo ha escrito mi amigo Marcial”. X 3: “Conversaciones propias de esclavos, asquerosas mordacidades, y repugnantes infamias propias de una lengua chismosa (…) las difunde cierto poeta amigo del anonimato y quiere que parezcan cosas mías. ¿Te crees esto, Prisco? ¿Que el loro hable con voz de codorniz? (…). Manténgase la fama negra lejos de mis libros (…)”. X 33: “Tú, por si acaso unos versos emponzoñados de verde cardenillo dijera una malquerencia envidiosa que son míos, apártalos de mí, como ya haces, y sostén que no escribe tales poemas cualquiera que es leído”.
[2] Lo cuenta Suetonio en su Vida de Domiciano, 10.
[3]  En efecto, su Plaza universal de todas ciencias y artes, Madrid, 1615 (el elogio del librero es su “Discurso CX. De los Libreros”) es en buena parte traducción de La piazza universale di tutte le professioni del mondo (Venecia, 1585), de Tomaso Garzoni Bagnacavallo.
[4] El autor presume también de ser perito en la presentación de la mercancía: “De sus librerías salen diferentes encuadernaciones, como llana de pergamino, dorada de pergamino, a la Italiana verdadera, dorada Breviario, llana de becerro, de Breviario, o Misal, bayo, negro, y otras colores. Breviario de cuatro cortes, dorado, embutido las tablas, matizado de colores, bordadas y matizadas las hojas. Encuadernación de cartones, llana o dorada, libro de coro de Iglesia, de caja y otros. Los instrumentos que intervienen en su magisterio son, plegadera, mazo de hierro, y piedra para batir, telar para coserle con sus clavijas, y aguja larga: reglas para enlomarle con su prensa, ingenio para cortalle, con lengüeta, tornillo, y puerquecilla; sisa para doralle, cabezadas de cordel, y baldrés; varios hierros para labrar tablas y cortes, ruedas y viradores para lo llano, cepillo, gubia, punzón, tijeras, martillo, y otros”.

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