18 de diciembre de 2021

'Magia en la montaña' en el libro homenaje a Rosendo Tello 'LA CADENCIA DEL MUNDO'

Reproducimos aquí nuestro escrito sobre Magia en la montaña. Forma parte del libro coral de homenaje a Rosendo Tello, recién editado por Olifante Ibérico con el título LA CADENCIA DEL MUNDO.


Conservamos en nuestros archivos materiales audiovisuales relativos a lo que aquí se cuenta. En otra ocasión los organizaremos para compartirlos.


Magia en la Montaña

MAGIA EN LA MONTAÑA (Prames, Las Tres Sorores, 2013) fue escrito por Rosendo Tello en los últimos meses de 1996.

Cuando Chusé Aragüés reúne  todos los libros de Rosendo Tello escritos entre 1959  y 2004  en El Vigilante y su fábula (Prames, 2005), el que nos ocupa ahora estaba desaparecido. Sabíamos que el original existía, pero faltaba esa casualidad que se produce cuando buscando otra cosa  encontramos aquello que ya habíamos dado por perdido.

Magia en la montaña se estructura en cuatro partes y una JUSTIFICACIÓN PREVIA donde RT habla de la experiencia que lo motiva: una concentración durante 10 días para repensar la poesía estudiándola hacia dentro y transmitiéndola hacia afuera.

 

El equipo rector estaba compuesto por un grupo de amigos, todos ellos entregados al cometido de poner en pie, mediante performance unitaria, la actuación de los componentes del grupo: actores, poetas y profesores de enseñanza.

El lugar elegido, cercano a Aínsa, fue un enclave medieval, Morillo de Tou, pueblo desposeído de gente y, ahora, reconvertido en pueblo vacacional.

 

Se remodeló el trazado de plazas, casas, calles y parques, y se restauró la iglesia románica, donde quedó instalado nuestro cuartel de poesía. Sorprendente resulta en aquellas soledades la labor de los canteros, que se pasan el día modelando los bloques de piedra, bien timbrados por sus mazos y cinceles. Con sus repiques musicales semejaban anunciar la liturgia poética que se estaba celebrando allá.

 

Entre los atractivos que ofrecía la arquitectura del lugar había dos alicientes estructurales para nuestros fines: la biblioteca con su balconada pasillo cubierta por gran alero, o extensión del techo abuhardillado, donde RT instalaba su cátedra diurna.

Otro espacio esencial era el foro, el lugar confortable y amplio para peripatéticos y sedentes. Ese espacio era la vieja iglesia, desacralizada y amueblada como inmensa sala de estar  o cacharrería de ateneo. En el altillo, o altar, en el lugar del ara y su libro sagrado, el sillón  de RT.

Por lo demás, cualquier otro lugar era propicio para ejercitar la memoria en solitario, grabar en vídeos los progresos o ensayar formas interpretativas. Todo en connivencia con la escuela-taller de cantería y el personal que atendía las necesidades cotidianas del pueblo.

Los responsables de registrar la grabación de ejercicios eran José Luis Romeo, que se instaló con su laboratorio de sonido en una de las casonas más alejada de los canteros; Domingo Moreno, que hizo lo propio con cámaras y equipo de montaje de video. Ambos eran esenciales, pues cada poema se trabajaba “en función de” cámara, audio, o escenario, y eso requería la buena disposición de realizadores y material; y, en el caso del vídeo, de las localizaciones, la ambientación y el vestuario. Romeo necesitaba silencio, por eso las grabaciones de voz se hacían de noche, cuando todo Morillo dormía.

 

Morillo de Tou, paraíso cerrado de luz y de belleza, se convirtió en obrador de arte y en estancia abierta, en comunicación de cantores y canteros; es decir, alma y espíritu del pueblo doblados por sus intérpretes. Jamás las voces de nuestros poetas, que inspiran este poemario, sonaron con tanta verdad y emoción como en aquellas alturas. El libro que ahora ve la luz es vago remedo de una experiencia y una convivencia comunes, que pocas veces volverán a repetirse.

 

Repasamos aquí las partes y poemas que componen el libro.

I TODO EL DÍA ESTUVIMOS VIENDO VOLAR LOS PÁJAROS

Esta parte introductoria consta de un solo poema: “Al aire de su vuelo”. Evocación de la aventura inicial

Con la primera luz de la mañana,

al estrépito sordo de timbales, llameantes al sol las cabelleras,

descendimos al pie de la laguna, como nos vio la cámara.

 

 Una caminata hasta el embalse de Mediano, donde Eugenio Arnao anclaba un “SOS” flotante aguas adentro, iniciando una serie de instalaciones relativas a la poesía performática.

 

De repente alguien dijo:

“Preguntad a los pájaros”. Y el cielo se eclipsó

y brilló la laguna, tensa como una sábana de púrpura.

 

El paisaje sonoro de pájaros, martilleos y viento eran augurios de algo velado por el sol.


y en los negros renglones de los árboles,

los presagios de un tiempo dormido en las estepas.

II DE CÓMO, AL REPICAR DE LOS CANTEROS, SE ENCENDÍA LA LUZ DE LA MONTAÑA

El alba, el mediodía, o el crepúsculo de la tarde, se alternan con la noche en el lienzo animista de esta parte del libro.  

En “Mirada hacia el Sur” encontramos un territorio

 

donde el amor confunde el canto de los pájaros

con el hondo sonar de las campanas.

Un Sur utópico y sensual. Sugerencias, acaso, de los cantos y acciones de los memorizantes que en cualquier recoveco repetían palabras para nadie.

 

Allí cantar es dulce y libre el pensamiento,

libres las sensaciones, igual que carretelas

en un prado de hierbas fulgurantes.

 

“Geórgica imposible”. Una suerte de especulación virgiliana sobre un pasado quimérico donde el poeta fuera campesino, labriego, pescador en el río. O pastor “como lo fue mi abuelo, ¡suprema ocupación!”.

A más de las tierras y ganados que nos rodeaban, las voces de Lope y Garcilaso acompañarían a RT en esa ensoñación.


¿Son enajenaciones? ¿O tal vez solo el sueño

de un solitario errante que ha perdido el sentido

de las cosas sagradas y ahora se empeña en vano

en ser lo que no fue? ¿O que no pudo ser?

¿Qué no será jamás?

 

RT no se fue por las ramas del pastoreo bíblico, siendo que no otra cosa hacía allí, en Morillo,  guiando nuestros ímpetus, engolfados en perpetuo ramonear, hacia el pasto que crece en las alturas.

“Canción de bienvenida”

Habíamos reunido varios poemas del libro “Canciones” de F. García Lorca para que los recitara Isabel Cortijo.

Proponíamos ejercicios donde el recitador conjurara las pausas preceptivas con la recitación pausada y atenta a la dicción. En ocasiones eso era suficiente para lograr una buena lectura en los versos de arte menor. Era el caso. La voz de Isabel sonaba quebradiza, con un timbre de niña que nos habla como pensamos que hablan los ángeles. RT se sintió tocado por la interpretación y escribió su propia canción en heptasílabos, la que comienza:

 

Tenía corazón

y yo no lo sabía,

pues que mi amor moría

perdido en otro amor.

Corazón corazón.

“Lamento de los antepasados”

 

Por detrás de las fincas, frente a las estacadas,

aún se oyen los lamentos de los antepasados

en confuso murmullo de simientes.

 

Entre las ruinas del viejo pueblo, RT contempla todo lo que pierde su ser, aunque renazca acaso como flor entre piedras.

 

Un agua inmemorial llora por los jardines

creados para el ocio de los veraneantes,

ajenos a las voces de las viejas leyendas.

“Alguien en la madrugada oyó ulular al búho”

RT recorre los sonidos que pueblan la noche, los imaginados, los reales, y los reales imaginados por el poeta.

Durante la cena, alguien aseguró haber oído un búho, y RT tradujo su ulular:


“¿De qué paisaje habláis vosotros los dormidos?

Nosotros, vigilantes del silencio anterior a las hablas,

somos la sangre espesa de vuestros corazones,

las máquinas calladas que bombean los sueños.

¿Quién anda ahí vagando

sobre los pedernales?”

El año del que hablamos fue el de la jubilación de Rosendo. Y en esos días otoñales, RT, ahora remedo de Mairena, habría estado en clase. No extraña que el poema esté dedicado a su compañero Tomás Ortiz.

“Sortilegios en la noche”

A la sombra del soneto de Quevedo “Cerrar podrá mis ojos la postrera…” el poeta evoca a una amada definitivamente ausente y, cantando, le cuenta:

 

“¿No oyes cerca el susurro de unos versos?

Se pasan estos jóvenes el día recitando,

sacudiéndome el alma con voces que no entiendo,

aunque voces tan bellas que me impiden dormir

y me estremecen en las madrugadas

con rumores de fuente y sonido de estrellas.

Y me hacen recordar tus ojos claros

y el olor de tu cuerpo que embriaga mis sentidos.

“Con la sabia advertencia de los álamos”


Ahora estamos aquí, como estarán los álamos

vibrando en esta tarde tan íntima de otoño,

obedientes al sol que les manda cesar

en el vagabundeo de sus albas abiertas

a las luces cambiantes.

 

El álamo: madera noble, color mutante, propiedades curativas… si extiende sus raíces, mayor altura alcanza.


Este amable concilio de almas unificadas

en el oficio excelso de expresarse cantando

nada pide ni exige cuando nada se debe

al gozo de un trabajo.

 

“Canto a la luz amaneciente”

Cada mañana, uno a uno, RT recibía en su atalaya a los recitadores. Confesaban sus dudas, su inepcia filosófica para la comprensión de tal o cual concepto. El vate agradecía cada tema propuesto y afinaba un discurso que fuera comprendido por quien tiene memoria pero poca querencia por discurrir conceptos. Una característica, más o menos constante, de aquellos que oficiamos algún oficio escénico.


Del sueño de los hombres

despertamos muy tarde, con la tarde

doblada en otras tardes, siempre tarde,

siempre lo mismo y siempre, noche negra tras noche,

a vueltas con el tiempo y sus cadenas,

la muerte y sus siniestras elegías,

a vueltas con la vida y sus engaños,

cansados de explorar fronteras y confines.

 

III ARTE POÉTICA DEL RECONOCIMIENTO

En esta parte, RT se va a referir al cómo y para qué saltan al aire las palabras del verso escrito. Qué resulta de ello, de esa trasmutación. Ráfagas de metapoesía incardinadas con sensaciones y emociones que su práctica produce.

“Epístola a un intérprete de la poesía” 

Rosendo Tello fue mi profesor de literatura en 6º de bachillerato, el curso 72-73. Asistió al nacimiento de El silbo vulnerado, y desde entonces nos brinda consejo y amistad.

La epístola, que está dedicada “Al juglar L. F. Alegre”, comienza con estos versos:

 

Tú sabes, buen amigo, que la embriaguez del habla

es fruto de arte y gracia, y que la poesía,

función libre del hombre, es un árbol plantado

en la plaza de nadie. No sé de otras palabras

que aquellas que, en acorde de música y silencio,

renuevan el sentido total de la experiencia,

y que su piedra verde o su diamante oscuro

son piezas angulares sobre las que fundamos

el orden de la vida. Como tampoco entiendo

de un recitado fiel sino por la locura

que aplaza los sentidos. Si esto es así y en ello

concordamos, si todo lo demás es azar

o artilugio, un oficio que con tesón aprende

hasta el mal literato, tiene que haber un punto

de fatal juglaría, saturación sagrada,

en que no se debiera tocar ya más la rosa

sin que el dolor traicione el sentimiento

que dio forma y figura a pasiones bastardas.

 

“De cómo Garcilaso se fue de bolos”

RT celebraba las expresiones del argot teatrero. Incorporó el maestro algunas locuciones, como “montar un pollo”, “comerse el micrófono” o este “ir de bolos” que aparece en el título.


Cómo ¿aquí Garcilaso? ¿Pero será posible?

hasta su nombre suena a voz exótica

en estas serranías ignoradas del mundo.

Nos habíamos propuesto representar la Égloga I de Garcilaso con los dos personajes definidos, Salicio y Nemoroso, más un  otro (remedo del poeta) que introduce y despide el diálogo. En los prados junto al pantano de Mipanas, fueron los pastores a lanzar sus lamentos con un rebaño de ovejas y un burro. Lo grabábamos con cámara, para montarlo en formato dramático.


Lo hemos traído aquí para que suene

el manantial perenne de sus versos,

para que sus primores de linfa transparente,

agua corriente y clara,

adelgazando el aire con su melancolía,

revele los secretos de su fluir purísimo

y aclare los misterios de su voz y su vida

en la mesa redonda de estas cumbres.

Que lauro, flor agreste y siemprevivas

se trencen en el cielo aragonés.

 

Miguel Ollés y José Luis Esteban eran los pastores y el ejercicio era tan complejo que lo abreviamos en doce estancias, ¡y aún era! Fernando Soriano presentaba el poema al Virrey de Nápoles, introducía los personajes y despedía el poema.

El recitado debía ser pausado porque hay mucha figurita en forma de oxímoron, sinestesia, hipérbole, metonimia… Ritmo lento sin perder la frase por inversión de sujeto y predicado, ni por encabalgamiento. El endemoniado esquema ABCBACcddEEFeF agotaba a los actores. ¿Es necesario que los intérpretes conozcan el nombre de cada figura? No es imprescindible pero sí saber verla, porque solo así puedes acompañarla (una inflexión, un mohín…). 

 

Después, cuando, volviendo a su descanso,

se olvide de nosotros, escribirá a Boscán:

“He subido de bolos a Morillo,

cual hacen los poetas que se pasan el tiempo

fatigando las salas de provincia en provincia”.

Responderá Boscán: “¿Habéis perdido el seso?

¿Cómo vos en tan viles menesteres,

vendiendo vuestra fama de poeta

por dos maravedíes? Noi, es aixó possible?”

 

A propósito de las estancias, como lo normal es que el esquema de la primera se repita en las siguientes, una vez establecido el patrón para la escanción, notábamos que en el ubi sunt de la estrofa XIX (¿Dó están agora aquellos ojos claros…) nos atascábamos con algo. RT se reía cuando se lo comentaba, porque esa estancia tiene un verso de más.

“Una muchacha se siente transformada al recitar ‘Noche oscura’ ”

Tiene origen en la recitación del poema de Juan de Yepes por Eva Esteban. 


Se le puso dorada

la carne, de la brasa, y de la seda

la luz de la mirada,

y quedó toda queda,

suspensa en el albor de una vereda.

 

Cuando se grababa, Rosendo aprobaba con la cabeza, con los ojos, cada verso que, cadencia lenta, se desprendía de Eva. Cada sinalefa –y hay 14- que hacía sin descontrolar la lira, era como un capotazo torero y daban ganas de gritarle “olé”. Cómo sería la cosa que Romeo decidió que el poema no debía llevar música y RT le dio toda la razón.

En el estudio de grabación los ceniceros estaban llenos de cigarros casi enteros, reflejo de la ansiedad que nos hace encender y no fumar. Con todo, la atmósfera era densa por tener los balcones cerrados, temerosos de un posible ruidito que en la noche arruinara el registro. Alguien recientemente había prendido alguna yerba mora, que –decía Jovino- altamente el cerebro perturba; y que a los cuatro ocupantes del espacio nos hacía flotar ¡por San Juan y por Eva!


Que todo era manera

de amar y de sentir la poesía,

su oscura primavera,

gozo y melancolía

de no saber por qué el amor la hería.

 

“Alucinaciones frente a la Laguna Negra”

Entre los ejercicios del encuentro en Morillo: La tierra de Alvargonzález, con el que Antonio Machado proponía repensar el romancero.

Lo montamos a modo de romance de ciego, con Soledad Jiménez y Jean Michel Hernández acompañados a la guitarra por Carlos Arroyo. La estructura viene ya sugerida por los títulos que dividen el romance.

RT conoce bien el poema. Lo ha contado en sus clases cada año: la sencillez de los símbolos, el trazo sutil de caracteres, la fuerza telúrica… y el protagonismo del padre hasta después de muerto.

En su poema, RT se encuentra con el Machado de las fotografías que todos hemos visto.

 

¿Qué haces ahí, mirándome,

con la sonrisa irónica de un viejo actor, cansado,

retraído del mundo, oculto en la penumbra

tras un desvencijado paraván?

 

A él se dirige, excepto cuando, como en una acotación, nos confiesa:

 

A los seres queridos los amamos

como si hubieran muerto definitivamente.

Unos, aunque murieron,

los sentimos pasar a nuestro lado

y decirnos “adiós” o “buenos días”,

o “adelante, muchacho, no está mal”.

Algunos nos aterran y tememos

que nos abofeteen con su mirada plana

de estatuas altaneras, pero son accesibles,

y nos permiten ver y crecer a su sombra.

Son los que nos asaltan al cruzar una calle

o al regresar a casa tras una francachela,

y siempre se hallan cerca de nuestras decepciones

y los lances amargos de la vida.

 

“Mis galgos me avisaron”

Creo que es el poema más críptico de todo el libro. Está dedicado “al poeta de Moguer”.


¿Dónde estaba? ¿En brazos de qué amores,

Bebiendo sin querer el aire silencioso

De mi melancolía, despistado?

Cuando nos reuníamos todos en la noche bajo la mirada de RT, comenzaba yo la asamblea diciendo algunas consideraciones en torno a la métrica o estilo de tal o cual estética. Inmediatamente, Rosendo tomaba la palabra para puntualizar, por no decir “desaprobar” lo dicho, improvisando un discurso que nos dejaba a todos maravillados.

Lo que había sido de gran importancia de día: la “partiturización” del texto, la dicción, los acentos, las rimas internas, la rítmica, la asunción del yo poético… de noche no tenían importancia. Las lecciones de poesía que nos daba Rosendo partían de otra función ajena a la mecánica del verso: la función de penetrar en todos los misterios. Insistía a diario en aquello de Heidegger “esencia del lenguaje por la esencia de la poesía”; pero para llegar a ese punto, transitaba por conceptos a veces animistas, a veces panteístas. Lo inmanente se describía con palabras de Juan Ramón; lo sublime, asociado a Kant o a Gadamer. Y aquello de Hölderlin “solo poéticamente habita el hombre la tierra” era desarrollado cada noche con un nuevo vericueto conceptual. Fueron lecciones magistrales de oratoria.

En los días finales del encuentro se sumaron varios escritores más a la aventura, entre ellos Javier Barreiro, Carlos Grassa Toro, Ángel Guinda y Adolfo Ayuso, reforzando las exigencias de teoría poética nocturna, tan lejanas de la preceptiva literaria y de la técnica teatral diurnas.

“Conjuros a una muchacha muerta”

 

Una hermosa muchacha decía ante la tumba

de una muchacha muerta el poema bellísimo

que le dictó Aleixandre, poema juvenil

del amor y la muerte.

                                   Estaba arrodillada

con las manos alzadas hacia el cielo

y los labios abiertos a la tierra,

como si pretendiera sorber de un astillado

hueso primaveral el tuétano del alma.

 

RT sabe bien (y esto no debería decirlo, so pretexto de que nos llamen locos) que a veces el poema se le dicta al intérprete. Más que aprenderlo leyendo repetidamente, nos invade, ignorantes de cuál sea el proceso mental que lo consiente.

Junto a la iglesia se encuentra el viejo cementerio de Morillo, diminuto, íntimo, escenario ideal para recitar “Canción una muchacha muerta” de Vicente Aleixandre.  Frente a una lápida, Alicia Fernández Maurel era la intérprete. Domingo Moreno, cámara al hombro la grababa muy cerca. Tras la reja, Rosendo fascinado. Toda la retórica de aquellos versículos entraba en nuestros oídos a través de los ojos. En los versos de RT parecen fundirse ambas muchachas.


                                   Y muy cerca se oía

sobre el silencio puro, cristalino,

su voz brotar de tierra, sorda como la tierra,

suspendida en el grito de alhelíes purpúreos

y violetas oscuras.

En el silencio helado de nuestros corazones.

“Arte real de representación”


Sabemos de la vida por el arte

de quien la representa. Quizás por la certeza

de que andamos, despiertos, cada día ensayando

el sueño de la vida ante un espejo,

tan distinto a nuestra naturaleza

que dudamos de ser si no nos contemplamos

en escenario público.

Jesús Arbués tenía a su cargo aplicar recursos teatrales a las recitaciones. RT le dedica este poema, donde trata las paradojas del teatro, espejo de la vida. Con fino estilete va seccionando esencias de este arte y también de quien lo ejerce.


Los hombres de teatro nos dejan la impresión

de que siempre andan fuera, de que, viviendo, actúan

frente a algún auditorio agazapado,

un tablado de sombras, como si no supieran

asumir el papel usual de la existencia.

A veces parece evocar a Diderot, el enciclopedista y autor de La paradoja del comediante, uno de los libros de cabecera para el actor.


Mas ¿qué es lo natural sino el oficio excelso

en que debe afinarse toda naturaleza?

No en vano se nos dijo:

esto debiera ser, o sé el que debes ser,

y si has llegado tarde ve a Colono.

En Colono, aldea sagrada, irá a morir Edipo. Sófocles lo exime de responsabilidad por sus acciones, pues Edipo no era dueño de su destino.

            Es decir, el sentido que daban los antiguos

a la calma del ser: catarsis, suspensión

de las leyes del mundo, la mirada asombrada

con que nos contemplamos más allá de nosotros,

que es sentir soberano y purificador

de sabernos más libres.

“La ceguera divina”   

Cada participante en el encuentro debía aprender un soneto. Varios eran de Borges, frente a cuyo espejo RT escribe su poema.

 

De Tiresias a Borges tengo horror a los ciegos,

pues siempre se entendieron con la divinidad,

intérpretes de un tiempo que jamás será el nuestro.

Y sin piedad nos tiran sus medallas borrosas,

sus monedas de arena rescatadas al viento,

talismanes cifrados de la vida y la muerte,

dejando a nuestro afán desvelar sus enigmas.

Lo cierto es que la recitación de Borges nos deja la sensación de que a las palabras dichas les falta algo que no acaba de salir. Ese fondo, que el intérprete quisiera trasmitir.


Con los ciegos me siento siempre como un idiota,

porque entiendo que nunca llegaré a comprender la

claridad empozada de sus ojos de esfinge.

“Lectura de un poema” (Homenaje libre a L. Cernuda)


Les dije a mis amigos: Leed este poema

sin forzar sus acentos, respetando sus hiatos de silencio,

así como aspirando en su seno de flores y cálidas cenizas.

En él oiréis la luz al roce de unas velas, cerrarse las persianas

a toques de penumbra y jazmines dolientes.

La elegía mejor no es la que se lamenta, amonesta o advierte,

sino la que rescata de la herrumbre del tiempo

el perfume de un cuerpo, la gracia de unos ojos, o el fervor de unos labios,

tesoro pudoroso encerrado en el cofre

de un camarín de plata.

 

Es sabido que la rítmica de la silva en manos de Rosendo se hace música. Más allá de la usual combinación de heptasílabos y endecasílabos, RT esconde el escanciado natural en versos que contienen 11 + 7 (como respira un tulipán al alba o un fuego en el crepúsculo), o 7 + 7 + 7 (el perfume de un cuerpo, la gracia de unos ojos, o el fervor de unos labios), etc.

Si bien la silva domina todo el poemario, creo que en este homenaje a Cernuda su uso es ejemplar.

“En la memoria del poeta Juan Gil-Albert”

Dedica este poema a Feli, “ama y confidente de tantos secretos”, que durante 45 años cuidó del poeta alicantino, prácticamente desde que regresó a España de su exilio en América.

El poema de RT, en cuatro tiempos, es una conmovedora elegía al que fuera su amigo. A su estudio dedicó Rosendo muchos años, sobre su obra hizo la tesis doctoral; lo trajo a Zaragoza en varias ocasiones y nos permitió compartir con él momentos luminosos.

Gil-Albert había muerto hacía dos años. Su recuerdo asaltaba a Rosendo en aquellas noches de Morillo.


El don de la poesía, esa chispa sagrada que los dioses,

envidiosos del hombre, lanzan sobre unos pocos elegidos,

se paga con dolor e indiferencia, y la hermosura,

delicia del abismo, con el canto ignorado de las celebraciones.

¿Por qué un día nos vamos y todo queda abajo

petrificado, basto pedernal, como si de verdad

nos hubiéramos ido al fin y para siempre?

“Cuerpo de manantiales”

Una tarde, repasando ejercicios, iban cayendo versos que evocaban amores. La voz de Pilar Barrio cantaba a Holan con versos minimalistas de Clara Janés; Ana Abán recitaba a Lope, Sergio Sanz, un soneto de Shakespeare.

Rosendo estaba como ausente, ajeno por completo a lo que celebrábamos. “¿Se encuentra bien, maestro?” le pregunté. “Sí, pero voy a ir al teléfono. Necesito hablar con Maribel”.

            AMOR, y si no fueras más que esa lluvia ardiente que se va

por el desierto blanco de mis ojos. Y si fueras el aire

que graba en la corteza de tus manos un corazón ardiente

con ventanas abiertas. Y si no fuera el sol

en que suena la nieve pura de tus pasos.

IV CÓMO DEBE HACERSE UNA FOTOGRAFÍA

Con dos largos poemas cierra RT este libro, y se despide de gentes y paisajes, de esa conjunción que nos hizo felices.

“El corazón de la luz”

Nadie quería irse. Soñábamos con que algún millonario majara, o alguna hada madrina estrafalaria se presentara para pagar la juerga de versos y compases algunos días más.

 

Tras recitar al sol y al son de las laderas

o tumbarse en el césped para ensamblar la música

concorde de un soneto, el vuelo de unas liras,

o la melancolía pautada de una égloga,

una elegía hermética o una canción que llora,

quién sabe qué poemas que abastecen la vida

de quienes los aprenden sin saber quién los creara.

 

Llegaba el momento de la fotografía, pero…


No era un instante más ni un encuentro fortuito

los de quienes coinciden por azar y alguien dice:

“¿Les gustaría hacerse una fotografía?

A ver, usted, acérquese. Y, usted, ¿se pega al grupo?

Un poco más acá. Así… Muy bien… Ya esta”.

Y el que habla es fotógrafo de ocasión y de oficio

que mira a su negocio y no entiende otra estética

que la que da servicio a cambio de ganancia.

No era ese el caso. Porque todos queríamos retratarnos en grupo “y sentirnos fundidos en un cuerpo indiviso”.


No era un instante más el que nos congregaba,

Ni ese prurito estúpido que impulsa al individuo

A salir en la foto con gesto bien compuesto

Y hallar protagonismo. Chupar cámara, dícese,

O, si hablamos de fama, chupar nombre de un nombre,

Migajas de la gloria que contagia y nos salva

De nuestro impenitente, común anonimato.

“Despedida de mis amigos”

            No, no era cuestión de fe, de hallar paz y descanso

O templanza de ánimo, lo que me trajo aquí

Para pasar el tiempo retirado del mundo, como un monje.

Rosendo siempre valoraba los trabajos de difusión poética por la voz o la escena. (Y no solo los nuestros, los de Pilar Delgado, o los de Carlos Cezón, por hablar de muy antes). Rosendo, músico precoz, intérprete de Schubert, capaz de trasmitirle a mis gentes las palabras precisas para elevar su arte, a veces con silencios, otra forma de hablar. No le asustaba enfrentarse a dos docenas de desconocidos, seguro de que un algo les podría aportar.


Rodeado de jóvenes que nada me reprochan,

nada se corresponde con la pasión de un viejo derrotado,

que vino a lamentarse de su tiempo y trabajos perdidos.

Pues me dan calor correspondiente de sus semblantes

ingenuos, naturales; la gracia de sentir con entusiasmo;

la libertad de hablar y de mover las manos sin ensayos;

expresar su emoción sin aspavientos e iluminar la vida

con las antorchas de sus cabelleras, sin la melancolía

pegajosa del anciano que rumia su elegía

calentándose al sol.

Y acabemos ya esta suerte de prosimetrum con los versos finales de Magia en la montaña:

 

¿Conocéis las tormentas de la sangre, la lenta mordedura

del amor y el grito alborozado de las aves que cruzan

los pantanos? ¿Alguna vez probasteis, y experimentasteis

el fuego derretido como bresca en la boca?

Si no lo comprendéis, venid a este lugar mágico

en que el silencio es todo lo que falta en el mundo,

como el amor que acompaña cuando nos despedimos

e ignoramos si un día volveremos a vernos, a la luz

de estas montañas y estos cielos rientes.

 

***