14 de abril de 2014

Hoy: Emilio Alfaro


Hoy, catorce abrileño, a las 19.30. En el CC Delicias, se inaugura una exposición en torno a la vida y obra de Emilio Alfaro Gracia, médico y artista.  

Una exposición sencilla, montada por admiradores semi clandestinos, que recoge imágenes de sus años jóvenes y de madurez. Sus trabajos en Moncayo Films, su literatura y sus cuadros. 

Alfaro fue, en sus últimos años, concejal socialista del Ayuntamiento de Zaragoza. Lidió con un departamento, el de Acción Social, para el que hace falta tener estómago. Erradicar el chabolismo fue su eje político y su reto más personal.


Su poesía recogida en Esa otra ciudad refleja sus inquietudes cívicas expresadas en versos justicieros. Como dijo Antón Castro: “jamás quiso que nada le fuese ajeno”. 


El Silbo Vulnerado se sumó desde el primer momento a este justo recuerdo, que tiene también un algo de reivindicación. 

Conservo algunos recuerdos del personaje, al que en mi juventud veía en tertulias de artes y de letras. También en algún cenáculo conmemorativo de la fecha que es hoy. Pero hay un recuerdo esencial, de cuando Rosendo Tello lo trajo al instituto, Delegada 1 del Goya, a darnos una conferencia.  Allí descubrimos que la literatura, la música, la plástica, el cine… no eran artes estancas, impermeables. Para mí, los consejos de Alfaro eran importantes, porque ese hombre no había hecho películas de indios sino que había recreado en la pantalla las palabras de Jorge Manrique y de Antonio Machado. Entre otras cosas, claro.
Así, pues, hoy, tras la presentación de la exposición, que hará el director del CC Delicias, Jesús Medalón, y alguna autoridad no confirmada, saldremos al escenario para recitar, con Dolos al violonchelo, dos poemas, “Margen izquierda” y “El personal”, que aquí copiamos:

EL PERSONAL



Hay quien vive su vida en el trabajo

y quien vive del trabajo de los otros,

y quien no sabe vivir, aunque trabaje.

Hay quien tiene esperanza y quien piensa.

Amigos y enemigos, ajenos y cercanos,

comiendo y bebiendo, decidiendo, ejecutando,

mirando, calculando y lamentándose continuamente

de la fortuna ajena y aun de la propia.

Peones de albañil, magistrados y contables,

mancebos de botica, militares, tapiceros,

yesaires, físicos, mangantes,

empresarios, dependientes de comercio,

cerrajeros, notarios y parados.



Y sin embargo, se mueve. El personal

Se mueve de un lado para otro

en busca de un fragmento incontrolado

de paz, que nadie reconoce como suyo

cuando lo tiene al lado, llamando por su nombre

al feroz protagonista de su historia

que, dando tumbos y llorando,

se siente ajeno al dormitorio

donde tantas cosas pasaron con los años,

y a los viejos muebles de madera

que una mano femenina

abrillanta cada día

eliminando la mota de polvo imperdonable.



El personal de esta ciudad, sus mismos habitantes,

su nómina de almas, su catálogo

de buena gente inveterada

que se aloja en el vientre de los barrios

y celebra alegremente sus fiestas patronales.

Esa gente, Dios mío, tan entera

cuyos toscos modales solo engañan a los tontos

que no saben distinguir un hombre de su sombra.

Esa gente de acero en los riñones

y callos en la palma de las manos,

en el eterno tajo

de sacar adelante a la familia

y morirse de pie sin un suspiro.



Esas bravas mujeres, cuyas piernas

declinaron desde el lirio hacia el olivo

surcadas de varices y de esfuerzos,

hermosas abuelas que al igual que Cristo

multiplicaron los panes y los peces.

Mujeres que apagaron la sed de sus maridos

y amamantaron hijos, fregaron escaleras,

sirvieron en casas señoriales

cantando jotas entre dientes

y pensando cómo ahorrar una peseta.

Mujeres de verdad, que llevan en el bolso

la foto de sus nietos, un pañuelo bordado

y la fuente inagotable de su fuerza



Absorto personal en los mercados

envuelto en aromas de mar y de hortaliza,

diverso personal, millones de pisadas

que van borrándose de suela en suela

sin pausa y sin ritmo, pero continuamente.

Público en general, aforo ciudadano

que sigue la prensa y que retiene imágenes

de ofrenda de flores, de rosarios de cristal,

y que fumando habanos o farias de Galicia

embotellaba la calle de La Paja camino de los toros,

andando a contraluz, con el sol cegando los balcones

y el presagio de una tarde memorable

en el ruedo ardiente de La Misericordia.



¿Quién distingue de lejos a las viudas

traspasadas de digna soledad y de nostalgia

de esas otras personas que se erigen

en vértigos humanos? Pues existen.

Caminan con mesura, saludan quedamente,

trabajan en casa y pagan las deudas del extinto

con un gesto banal de leona encorsetada

que cumplimenta a costa de sus ojos

la implacable norma de las ventanillas.

Recuerdos ambulantes diluidos en la lucha

cimentan el vacío, construyen en la nada,

solas, enormemente verticales, coraje sobre orgullo,

tiernos monumentos al amor perdido.



Diverso personal en que se mezclan

el divertido prócer, proclive a las notas necrológicas,

y el truhán disfrazado de consejo.

Lejanos sabios, microscopio en mano,

soportan cada día la emboscada

del próximo canalla que enriquece

saltando a la comba de la inocencia ajena.

Revueltos, eso sí, pero juntos igualmente

el atleta y la corista, el podólogo y la madre superiora,

habitantes de hecho y de consumo,

de herencia y por azar, peatones del Tubo,

caballeros del Pilar, hermanos del Refugio

y socios fundadores del Stadium Casablanca.



Gente embutida en salones de alto standing

o en cuarenta metros de legumbre,

gente rara u hortera o a falta de un hervor,

maravillosa gente que escribe o que pinta,

que pretende hacer cine o que respira solamente

cuando se alza el telón delante de su angustia

y se* sabe de Shakespeare, de Becket o de Buero.

Bandas de rockeros, ciclistas solitarios,

jubilados campeones de petanca,

humeantes jugadores de billar, maratonianos

quintaesencia agónica del aire,

vendedores de seguros, carniceros

con alma de líderes sociales.



Personal de la ciudad, tenso tejemaneje

de amor decapitado por problemas económicos.

Distantes catedráticos, amigos y vecinos,

conocidos de siempre, familias distinguidas

que se rozan a menudo con la masa

sin el menor atisbo democrático.

Grupos y tertulias, sociedades diversas

que aglutinan los últimos esfuerzos

para lograr uniones consonantes

en torno a los canarios, a los sellos,

a los trenes antiguos y a la papiroflexia,

gente de orden, bohemia trasnochada,

místicos, hampones, novilleros…



Hay que vivir con este personal

ni bueno ni malo, sino todo lo contrario.

Hay que fumarnos todos los cigarros

que encienden los demás. Y sentirnos a gusto

con la inminente fusión de bancos y de cajas

y con esa carcajada que surge de la noche

y que algún desconocido arroja a nuestro sueño.

Hay que hablar mucho con ese joven aturdido

a punto de meterse muerte por la vena

para acabar de pronto de bruces en el barro

con todos los rosarios de su madre.

Hay que vivirnos, ciudadanos,

porque estamos aquí, que aquí nacimos.



La ciudad: el vasto domicilio

donde todos asumimos nombre y apellidos,

donde todos buscamos otra luz que nos despierte

ese cálido hueco de antiguas referencias,

y un idioma común, cuyos matices

no atribuyan a unos pocos traducciones enigmáticas.

Es que somos así, de idéntica camada,

tropezando, cayendo de rodillas,

irguiéndonos con fuerza

para afirmar a gritos que existimos.

Personal contradictorio, tripulantes

de una nave azotada por los vientos

e impulsada a besos y a mordiscos.



Emilio Alfaro Gracia







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