Quería seguir conversando con Manolo acerca de la copla y mis primeros encuentros con la baguala del noroeste argentino. Pero Manolo se ha ido a la playa, así que proseguiré yo solo este nuevo capítulo y espero no extenderme mucho.
La copla. Santos Vergara. |
Voy, pues, a escribir
de mi –nuestro- interés por esa parte mínima de la poesía que llamamos copla y
que se presenta de muchas maneras; junto al romance, la forma poética más
popular en nuestro idioma es la copla, o sea la cuarteta asonantada, pero
también sus variantes. Deseo también evocar sonidos, palabras, músicas,
que fui encontrando cuando quise conocer de primera mano la baguala, la vidala, la tonada; en fin, la copla andina. Igualmente quiero situar el contexto en que se fraguó mi
relación y la de mi grupo con Leda Valladares, y, en un siguiente escrito,
sus trabajos posteriores en España.
*
Antes de viajar a la
Argentina mis conocimientos de su música eran amplios pero poco profundos. Por
una parte el tango, por otra Yupanqui, Larralde y Jorge
Cafrune, a quien frecuenté en sus visitas a Zaragoza.
En los 70 y, diluyéndose, en los 80, habíamos tenido
el boom de la canción americana. Sobre todo argentina.
En los finales de la dictadura española los cantores de América nos daban oxígeno. Horacio Guaraní nos
animaba con los cuartetos y serventesios de Si se calla el cantor. El
Cuarteto Cedrón nos recuperaba a Raúl González Tuñón y nos traía las primicias
de Juan Gelman.
Fuera de esto, se puede decir que quien tocara un poco la guitarra
tenía su repertorio americano. Antes de entrar en el grupo, Carmen Orte mientras
estudiaba Empresariales cantaba en bares canciones de Violeta Parra, Silvio
Rodríguez, Víctor Jara, Chabuca Granda... En un festival en Filosofía y Letras, uno de los que cantaban,
Juan Manuel Labordeta, explicó cómo era el estilo llamado "huella" y
me fascinó.
…Fontazones, La Cava, Chal Chal, El Cafetín, colegios mayores,
teatro Principal…
Caso especial en El Silbo era la devoción que compartíamos hacia el Martín Fierro de José Hernández. En La vuelta de Martín Fierro escribía el autor: “El gaucho no aprende a cantar. Su único maestro es la espléndida naturaleza que en variados y majestuosos panoramas se estiende delante de sus ojos. Canta porque hay en él cierto impulso moral, algo de métrico, de rítmico que domina en su organización…” (Hernández precedió a Juan Ramón en la sustitución de la "equis" por la "ese").
*
En los últimos meses
de 1985 yo vivía en Buenos Aires, y era espectador de la vida artística porteña
desde un lugar privilegiado: el Café Celta, sede de la revista 2x4,
que se reunía en torno a Héctor Negro. El camarero oficial de la peña se llamaba Hugo. Allí campaban el cantor Carlos Cabrera y
la recitadora Mirta Grillo. Allí conocí a Oswaldo Pugliese poco antes de tocar
en el Colón. Desde allí salíamos en comitiva a escuchar a otros grandes del
tango: Marconi y Penón, por ejemplo, o Astor Piazzola, al que un día homenajeó
la Ciudad en el San Martín, al lado; o a celebrar el 80 cumpleaños de Pugliese
en el diario Clarín, donde tocó su hija Beba.
Héctor Negro daba
muchos recitales y le secundaban Carlos Cabrera y Mirta, hermana de Héctor
Grillo; con ellos descubrí que los
tangos pueden hacerse con endecasílabos, y que Gardel también manejaba variedad de recursos
métricos en la composición de sus letras.
En diciembre, mi
paisano Javier Barreiro llegaba por vez primera a Buenos Aires y le acompañé
por otras capillas musicales donde él buscaba datos del lunfardo y emociones
tangueras.
La verdad, me estaba cansando
ya del amado tango. Para más inri yo
vivía en una pensión familiar, un conventillo, en la calle Balcarce, flanqueado
por tangueríos como el Viejo Almacén.
*
En el mismo San Telmo, en Defensa,
había un negocio de artesanía andina y a ratos entraba para instruirme. Un día
me avisaron que los copleros jujeños se iban a reunir en la Quebrada de
Humahuaca. En la tienda desconocían los detalles de la cita pero si localizaba
a Leda Valladares, seguro que ella podría indicarme. Me puse a la búsqueda de
su teléfono, sin saber si sería una doncella a seducir o una adusta funcionaria
de la famosa Quebrada.
Cuando al fin tuve su
número, ella ya estaba informada de que un español la andaba buscando. Le
expliqué mi interés por la herencia de la copla hispana pero también mis
recelos de que un viaje tan largo mereciera la pena. -“Si su interés es ver
cómo cantan la tonada los cantores vallistos, vaya a Purmamarca y cuando regrese
cuénteme lo que ha sentido”.
Leda debía ser joven,
pensé, porque estaba llegando la navidad y no hablaba de vacaciones familiares
pero sí de proyectos con una chilena llamada Margot, con un músico llamado León
y con una señora llamada Gerónima. Yo apunté esos nombres en mi libreta por si
fueran claves para descifrar algún misterio.
Javier Villafañe me
había instado a viajar a Salta para conocer a la familia Castilla, saludar a
García Bes y presentarme en lo de Valderrama. Pero yo no acababa de decidirme.
Cuando le dije a Villafañe la orden de Leda, se alegró porque el viaje pasaba
por Salta, y me recomendó prestar atención a los sonidos del viaje, “no solo a
los pájaros”.
*
Desde luego, el viaje
fue iniciático. Escuché algunos sonidos que perduran en mi memoria, como los
producidos por los pequeños tornados en las llanuras de Santa Fe. Sonaban como
cuerda que gira muy rápido, o sea a silbido. Obvio, pero acongojante.
Si te quedabas
dormido, en cualquier parada una colección de voces urgentes te despertaba
terroríficamente. ¿El tren se quemaba? No, eran los vendedores de todo tipo de
alimentos y aparejos que hacían su trabajo pregonando el género.
Cuando nos
acercábamos a Tucumán, yo iba leyendo una recopilación de Manuel J. Castilla y
Juan C. Dávalos, Coplas para cantar con
caja, y de vez en cuando soltaba una carcajada. Como esto ocurría con
cierta frecuencia, se había asentado como costumbre que los pasajeros cercanos
se callasen y yo les decía la copla que me había provocado la risa, por
ejemplo:
Cuando Cristo vino al mundo
vino por Animaná.
Pero el vino, vino, vino,
el vino dónde andará.
Un joven llamado
Germinal había empezado a apuntarse las coplas y las leía a viajeros más
alejados. Apareció un pareado que, aun no provocando risa, tuvo enjundia:
¡Cante, cante, compañero!
¡No haga caso del cajero!
Es decir, que no hace
falta esperar al que marca el ritmo con la caja, que es “el cajero”. Ese grito
sintetiza la jerarquía coplera: manda la voz. Y me lancé a divagar con “mi
público” sobre si lo importante era el canto o lo que se cantaba. Uno dijo que
primero fue el huevo, otro que la gallina. Comenzó a expresar cada cual sus
razones con las entonaciones y acentos de su provincia. Distinguí entre el
cordobés, el tucumano, el santiaguero y el jujeño.
Mientras apuntaba opiniones en la libreta, los contertulios corrieron a las ventanillas, que iban todas subidas. El tren iba muy despacio mientras pasaba un puente bastante precario, los pasajeros abrían sus bolsos y tiraban cosas al vacío. Yo oía “pía, pía, pía…” Claro, los paisanos les iban echando comida ¿qué pájaros serían esos? Miré. Eran niños. En las vías de Tucumán se acabó la alegría.
Mientras apuntaba opiniones en la libreta, los contertulios corrieron a las ventanillas, que iban todas subidas. El tren iba muy despacio mientras pasaba un puente bastante precario, los pasajeros abrían sus bolsos y tiraban cosas al vacío. Yo oía “pía, pía, pía…” Claro, los paisanos les iban echando comida ¿qué pájaros serían esos? Miré. Eran niños. En las vías de Tucumán se acabó la alegría.
*
En Purmamarca, una
docena de copleros, otros tantos familiares y algunos forasteros fuimos invitados a comer el guiso
“picante” mientras llegaba la chicha para beber y empezar la fiesta al pie del
Cerro de los siete colores.
En un patio empezó la primera rueda con una docena de cantores medio abrazándose por los hombros y girando en una misma dirección. Luego otro círculo donde ya nadie quedaba fuera. Los cantores llevaban la caja en alto y se lanzaban las coplas sin esperar a que acabara el anterior. Golpeaban con un palo forrado de lana. Cada vez que intentaba salirme del círculo me encontraba un jarro con chicha y, luego de beber, la fuerza centrípeta del corro me devolvía a él. A veces me sorprendía porque parecía que cantaban en vasco, pero eran coplas en quechua o en aimara, claro. En algún momento entablé conversación con Marta Zerpa, que me habló de su padre, el poeta Domingo Zerpa, y me hizo una aclaración sobre la forma de cantar la tonada: la voz debía sonar como el erquencho (cuerno de vaca con un lengüeta).
En un patio empezó la primera rueda con una docena de cantores medio abrazándose por los hombros y girando en una misma dirección. Luego otro círculo donde ya nadie quedaba fuera. Los cantores llevaban la caja en alto y se lanzaban las coplas sin esperar a que acabara el anterior. Golpeaban con un palo forrado de lana. Cada vez que intentaba salirme del círculo me encontraba un jarro con chicha y, luego de beber, la fuerza centrípeta del corro me devolvía a él. A veces me sorprendía porque parecía que cantaban en vasco, pero eran coplas en quechua o en aimara, claro. En algún momento entablé conversación con Marta Zerpa, que me habló de su padre, el poeta Domingo Zerpa, y me hizo una aclaración sobre la forma de cantar la tonada: la voz debía sonar como el erquencho (cuerno de vaca con un lengüeta).
Cerca la noche
conseguí dejar el círculo y me encontré siguiendo los pasos de alguien que
había estado entrando y saliendo sin dificultad. Llegó en seguida a su destino,
que sería el mío: la taberna. Allí había charango, guitarra y
varios forofos de las tonadas que, como yo, necesitaban descansar pero que
seguían con el baile, aquí la chacarera
y el bailecito con pañuelo. Entre la alegre concurrencia estaba la cordobesa
Silvia Lucca y el cantor jujeño Juan López Guerrero con un saco con hojas de
coca encima de la mesa, para compartir. Mientras mascaba apunté una copla
retenida en la memoria y que amenazaba con huir:
En Purmamarca yo vivo,
Calle de la Libertad.
No canto porque me paguen,
Canto por mi voluntad.
A la media noche,
cruzando la plaza escuché una flauta rociera; pero eso era imposible. Busqué y
vi que la iglesia tenía luz. Nada más entrar, mi atención se fue hacia el grupo
de niños que hacían geometrías rítmicas ante el altar, como Los Seises de Sevilla. ¡Como Los Seises! ¡y la quena sonaba a flauta rociera!
En fin, era la noche
de reyes y ante el pesebre los niños mostraban sus danzas de adoración al son
de la quena y el tambor. Iglesia estrecha, con púlpito, blanca por fuera y
techumbre de madera, a dos aguas.
Cuando salí a la
plaza, me senté en un banco. Oía la caja y las voces copleras, oía el charango
del almacén y oía la quena. Pensaba si esto tendría que ver con lo que me
había dicho Javier: “no solo los pájaros”.
Entonces escuché una conversación entre chica y chico que, en la oscuridad de la plaza, se producía a pocos metros. La chica de unos 16 años vivía en el pueblo. Él, unos 19, en Buenos Aires, donde ganaba 100 australes al mes y pagaba 20 en un conventillo por una habitación con baño. Ella sopesaba huir con él pero no le convencía el sueldo. No quise oír más.
Entonces escuché una conversación entre chica y chico que, en la oscuridad de la plaza, se producía a pocos metros. La chica de unos 16 años vivía en el pueblo. Él, unos 19, en Buenos Aires, donde ganaba 100 australes al mes y pagaba 20 en un conventillo por una habitación con baño. Ella sopesaba huir con él pero no le convencía el sueldo. No quise oír más.
Medité sobre la
despoblación y el progreso. ¿Cómo resistiría la copla ante ellos? Me pareció
sacerdotal la función del folclorista, del recopilador, antítesis de los plagiarios
que denunciara Yupanqui:
Los piones formaban versos
con sus antiguos dolores.
Después vienen los señores
con un cuaderno en la mano,
copian el canto paisano
y presumen de escritores.
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