Los sólidos conservan su forma y persisten
en el tiempo:
duran.
Los líquidos son informes y se transforman
sin parar:
fluyen.
Así, la desregulación, la flexibilización,
la liberalización de los mercados…
son consecuencias de esa fluidez.
Zigmunt Bauman
(Modernidad
líquida, 2000)
Zigmunt Bauman. Foto: Heribert Proepper
|
Bauman se esfuerza en que comprendamos cómo funciona este
mundo. Sus lecciones no son ya para los
estudiantes de sociología en la
universidad inglesa de Leeds, sino para gente de toda condición y de cualquier
lugar.
Como buen profesor, siempre nos surte de una fuente de autores
muy útil para profundizar, si uno
quiere, en los conceptos y pensamientos en que Bauman funda sus tesis.
A la palabra “cultura” con sus diversas acepciones ha
dedicado Zigmunt Bauman no pocas páginas en sus libros.
Tengo a mano Mundo
consumo: ética del individuo en la aldea global (que, en inglés se titula Does Ethics have a Chance in a World of
Consumers? ) Su capítulo 5 lleva el sabroso título de ‘Salir del fuego para
caer en las brasas, o el arte entre la administración y los mercados’. Analiza
cuándo aparece el sustantivo “cultura” y da cuenta de su emparejamiento con el
verbo inglés to manage. Con Adorno por guía, llega a los laberintos de la “administración”
y detalla la batalla imposible del arte y la gestión. Entra en las tres últimas
décadas y documenta la segunda edición de la revolución administrativa, la neoliberal.
“¿Puede sobrevivir la cultura a la devaluación de la duración,
la desaparición de la infinitud (primera “víctima colateral” de la victoria del
mercado de consumo)?” se preguntaba Bauman, entre otras cosas.
La pasada semana apareció en La Nación de Buenos Aires un capítulo de La cultura en el mundo de la modernidad líquida (Fondo de Cultura Económica, septiembre, 2013) Javier Barreiro nos avisó del hecho y aquí lo traemos. Es la primera edición en lengua española y ya está en las librerías argentinas. La traductora ha sido Lilia Mosconi.
Le añadimos las notas que no aparecen en La Nación, pero sí en la página de la editorial : http://www.fce.com.ar/ar//libros/detalles.aspx?IDL=7522 donde reproducen un fragmento del capítulo.
Le añadimos las notas que no aparecen en La Nación, pero sí en la página de la editorial : http://www.fce.com.ar/ar//libros/detalles.aspx?IDL=7522 donde reproducen un fragmento del capítulo.
Algunas
notas sobre las peregrinaciones históricas
del concepto de “cultura”
Sobre
la base de estudios realizados en Gran Bretaña, Chile, Hungría, Israel y
Holanda, un equipo de trece miembros dirigido por el respetado sociólogo de
Oxford John Goldthorpe llegó a la conclusión de que ya no es posible
diferenciar fácilmente a la elite cultural de otros niveles más bajos en la
correspondiente jerarquía mediante los signos que otrora eran eficaces: la
asistencia regular a la ópera y a conciertos, el entusiasmo por todo lo que en
algún momento se considere "arte elevado" y el hábito de contemplar
con desprecio "lo común, desde las canciones pop hasta la televisión
comercial". Ello no equivale a decir que ya no existan personas
consideradas -en gran medida por ellas mismas- integrantes de una elite
cultural: verdaderos amantes del arte, gente que sabe mejor que sus pares no
tan cultivados de qué se trata la cultura, en qué consiste y qué se juzga comme
il faut o comme il ne faut pas -apropiado o inapropiado- para un hombre o una
mujer de cultura. Excepto que, a diferencia de aquellas elites culturales de la
modernidad, ya no son "connoisseurs" en el sentido estricto de
menospreciar el gusto del hombre común o el mal gusto de los ignorantes. Por el
contrario, hoy resulta más apropiado calificarlos de "omnívoros",
recurriendo al término acuñado por Richard A. Peterson, de la Vanderbilt
University: en su repertorio de consumo cultural hay espacio para la ópera y
también para el heavy metal y el punk, para el "arte elevado" y
también para la televisión comercial, para Samuel Beckett y también para Terry
Pratchett. Un mordisquito de esto, un bocado de aquello, hoy una cosa, mañana
otra. Una mezcolanza. de acuerdo con Stephen Fry, autoridad en tendencias de la
moda y faro de la más exclusiva sociedad londinense (así como estrella de
exitosos programas televisivos). Fry admite públicamente:
Una
persona puede ser fanática de lo digital y a la vez leer libros; puede ir a la
ópera, mirar un partido de críquet y reservar entradas para un recital de Led
Zeppelin sin partirse en pedazos. ¿Te gusta la comida tailandesa? ¿Pero qué
tiene de malo la italiana? Epa, calma. Me gustan las dos. Sí, se puede. Me
puede gustar el rugby, el fútbol y los musicales de Stephen Sondheim. El gótico
victoriano y las instalaciones de Damien Hirst. Herb Alpert & The Tijuana
Brass y las obras para piano de Hindemith. Los himnos ingleses y Richard
Dawkins. Las ediciones originales de Norman Douglas, y además los iPods, el
billar inglés, los dardos y el ballet.
O
bien, tal como lo enunció Peterson en 2005 sintetizando veinte años de
investigación: "Observamos un deslizamiento en la política de los grupos
de elite, desde aquella intelectualidad esnob que desdeña toda la cultura baja,
vulgar o popular de masas [.] hacia la intelectualidad omnívora que consume un
amplio espectro de formas artísticas populares así como cultas"[i].
En otras palabras, ninguna obra de la cultura me es ajena: no me identifico con
ninguna en un ciento por ciento, de manera total y absoluta, y menos aún al
precio de negarme otros placeres. En todas partes me siento como en casa, a
pesar de que (o quizá porque) no hay ningún lugar que pueda considerar mi casa.
No se trata tanto de la confrontación entre un gusto (refinado) y otro
(vulgar), como de lo omnívoro contra lo unívoro, la disposición a consumirlo
todo contra la selectividad melindrosa. La elite cultural está vivita y
coleando: hoy está más activa y ávida que nunca. pero está tan ocupada
siguiendo hits y otros eventos culturales célebres que no tiene tiempo para
formular cánones de fe o convertir a otros.
Aparte
del principio de "no ser puntilloso, no ser quisquilloso" y
"consumir más", no tiene nada que decir a la multitud unívora que
está en la base de la jerarquía cultural.
Y
sin embargo, como se lee en una obra de Pierre Bourdieu de hace apenas unas
décadas, hubo un tiempo en que cada oferta artística estaba dirigida a una
clase social específica, y sólo a esa clase, en tanto que era aceptada
únicamente -o primordialmente- por esa clase. El triple efecto de aquellas
ofertas artísticas -definición de clase, segregación de clase y manifestación
de pertenencia a una clase- era, de acuerdo con Bourdieu, su esencial razón de
ser, la más importante de sus funciones sociales, quizás incluso su objetivo
oculto, si no declarado.
Según
Bourdieu, las obras de arte destinadas al consumo estético indicaban, señalaban
y protegían las divisiones entre clases, demarcando y fortificando legiblemente
las fronteras que separaban unas de otras. A fin de trazar fronteras
inequívocas y protegerlas con eficacia, todos los objets d'art, o al menos una
significativa mayoría, debían estar destinados a conjuntos mutuamente
excluyentes, cuyos contenidos no correspondía mezclar ni aprobar o poseer de
forma simultánea. Lo que contaba no eran tanto sus contenidos o cualidades
innatas como sus diferencias, su intolerancia mutua y la prohibición de
conciliarlas, características erróneamente presentadas como manifestación de su
resistencia innata e inmanente a las relaciones morganáticas. Había gustos de
las elites -"alta cultura" por naturaleza-, gustos mediocres o
"filisteos" típicos de la clase media y gustos "vulgares",
venerados por las clases bajas: y mezclar esos gustos era más difícil que
mezclar agua con fuego. Quizá la naturaleza abominara del vacío, pero lo
indudable era que la cultura no toleraba una mélange. En La distinción,
Bourdieu dijo que la cultura se manifestaba ante todo como un instrumento útil
concebido a conciencia para marcar diferencias de clase y salvaguardarlas: como
una tecnología inventada para la creación y la protección de divisiones de
clase y jerarquías sociales.[ii]
En
resumen, la cultura se manifestaba tal como la había descripto Oscar Wilde un
siglo antes: "Quienes encuentran significados bellos en las cosas bellas
son espíritus cultivados [.]. Son los elegidos, y para ellos las cosas bellas
sólo significan belleza".[iii]
"Los elegidos", es decir, los que cantan loas a aquellos valores que
ellos mismos sostienen, al tiempo que se aseguran el triunfo en el concurso de
canciones. Es inevitable que encuentren significados bellos en la belleza, ya
que son ellos quienes deciden qué es la belleza; incluso antes de que comenzara
la búsqueda de la belleza, quiénes si no los elegidos decidieron dónde buscarla
(en la ópera y no en el music hall o en un puesto de feria; en las galerías y
no en las paredes de la ciudad o en las reproducciones baratas que decoran las
casas obreras y campesinas; en volúmenes con tapas de cuero y no en la gráfica
del periódico o en otras publicaciones que se adquieren por centavos). Los
elegidos no son elegidos en virtud de su percepción de lo bello, sino más bien
en virtud de que la aserción "esto es bello" es vinculante
precisamente porque la han pronunciado ellos y la han confirmado con sus
acciones.
Sigmund
Freud creía que el saber estético busca en vano la esencia, la naturaleza y las
fuentes de la belleza, sus cualidades inmanentes, por así decir, y suele
ocultar su ignorancia en un torrente de pronunciamientos pomposos, presuntuosos
y en última instancia vacíos. "La belleza no tiene una utilidad evidente
-decreta Freud-, ni es manifiesta su necesidad cultural, y sin embargo la
cultura no podría vivir sin ella."[iv]
Pero
por otra parte, tal como sugiere Bourdieu, la belleza tiene sus beneficios y
hay una necesidad de que exista. Aunque los beneficios no son
"desinteresados", como aseveraba Kant, son beneficios de todos modos,
y si bien la necesidad no es necesariamente cultural, es social; y es muy
probable que tanto los beneficios como la necesidad de distinguir entre belleza
y fealdad, o entre delicadeza y vulgaridad, perduren mientras existan la
necesidad y el deseo de distinguir la alta sociedad de la baja sociedad, así
como al connoisseur de gustos refinados de quienes tienen mal gusto, de las
vulgares masas, de la plebe y de la chusma...
Luego
de considerar atentamente estas descripciones e interpretaciones, queda claro
que la "cultura" (un conjunto de preferencias sugeridas, recomendadas
e impuestas en virtud de su corrección, excelencia o belleza) era para los
autores citados, en primer lugar y en definitiva, una fuerza "socialmente
conservadora". A fin de demostrar su eficacia en esta función, la cultura
tenía que poner en práctica, con igual tesón, dos actos de subterfugio
aparentemente contradictorios. Tenía que ser tan enfática, severa e inflexible
en sus avales como en sus censuras, en otorgar como en negar entradas, en
autorizar documentos de identidad como en negar derechos de ciudadanía. Además
de identificar qué era deseable y recomendable por ser "como debe
ser" -familiar y acogedor-, la cultura necesitaba significantes para
indicar qué cosas merecían desconfianza y debían ser evitadas a causa de su
bajeza y su amenaza encubierta; letreros que advirtieran, como más allá de los
confines de Roma en los mapas antiguos, que hic sunt leones: aquí hay leones.
La cultura debía asemejarse al náufrago de aquella parábola inglesa
aparentemente irónica pero de intención moralizante, que a fin de sentirse como
en casa, es decir, de adquirir una identidad y defenderla con eficacia, tuvo
que construir tres moradas en la isla desierta donde había zozobrado su barco:
la primera era su vivienda, la segunda era el club que frecuentaba todos los
sábados y la tercera cumplía la sola función de ser el lugar cuyo umbral el
náufrago no debía cruzar, y en consecuencia evitó cruzar asiduamente en todos
los largos años que pasó en la isla.
Cuando
fue publicado hace más de treinta años, La distinción de Bourdieu puso patas
arriba el concepto original de "cultura" nacido con la Ilustración y
luego transmitido de generación en generación. El significado de cultura que
descubría, definía y documentaba Bourdieu estaba a una distancia remota del
concepto de "cultura" tal como se lo había moldeado e introducido en
el lenguaje corriente durante el tercer cuarto del siglo XVIII, casi al mismo
tiempo que el concepto inglés de refinement y el alemán de Bildung.*
De
acuerdo con su concepto original, la "cultura" no debía ser una
preservación del statu quo sino un agente de cambio; más precisamente, un
instrumento de navegación para guiar la evolución social hacia una condición
humana universal. El propósito original del concepto de "cultura" no
era servir como un registro de descripciones, inventarios y codificaciones de
la situación imperante, sino más bien fijar una meta y una dirección para las
iniciativas futuras. El nombre "cultura" fue asignado a una misión
proselitista que se había planeado y emprendido como una serie de tentativas
cuyo objeto era educar a las masas y refinar sus costumbres, para mejorar así
la sociedad y conducir al "pueblo" -es decir, a quienes provenían de
las "profundidades de la sociedad- hacia sus más altas cumbres. La
"cultura" se asociaba a un "rayo de luz" que pasaba
"bajo los aleros"** para ingresar a las moradas del campo y la
ciudad, llegando a los oscuros escondrijos del prejuicio y la superstición que,
como tantos otros vampiros (se creía), no sobrevivirían a la luz del día. De
acuerdo con el apasionado pronunciamiento de Matthew Arnold en su influyente
libro con el sugestivo título Cultura y anarquía (1869), la "cultura"
"procura suprimir las clases sociales, difundir en todas partes lo mejor
que se haya pensado o conocido en el mundo, lograr que todos los hombres vivan
en una atmósfera de belleza e inteligencia"; además, de acuerdo con otra
opinión expresada por Arnold en su introducción a Literature and Dogma (1873),
la cultura es la combinación de los sueños y los deseos humanos con el esfuerzo
de quienes quieren y pueden satisfacerlos: "La cultura es la pasión por la
belleza y la inteligencia, y (más aún) la pasión por hacerlas prevalecer".
La
palabra "cultura" ingresó en el vocabulario moderno como una
declaración de intenciones, como el nombre de una misión que aún era preciso
emprender. El concepto era tanto un eslogan como un llamado a la acción. Al
igual que el concepto que proporcionó la metáfora para describir esta intención
(el concepto de "agricultura", que asociaba a los agricultores con
los campos que cultivaban), exhortaba al labrador y al sembrador a que araran y
sembraran el suelo árido para enriquecer la cosecha mediante el cultivo
(incluso Cicerón usó esta metáfora al describir la educación de los jóvenes con
el término cultura animi). El concepto suponía una división entre los
educadores llamados a cultivar las almas, relativamente escasos, y los
numerosos sujetos que habían de ser cultivados; los guardianes y los guardados,
los supervisores y los supervisados, los educadores y los educandos, los
productores y sus productos, sujetos y objetos, así como el encuentro que debía
tener lugar entre ellos.
De
la palabra "cultura" se infería un acuerdo planeado y esperado entre
quienes poseían el conocimiento (o al menos estaban seguros de poseerlo) y los
incultos (llamados así por sus entusiastas aspirantes a educadores); un
contrato, vale aclarar, provisto de una sola firma, endosado de forma
unilateral y puesto en marcha bajo la exclusiva dirección de la flamante
"clase instruida", que reivindicaba su derecho a moldear el orden
"nuevo y mejor" sobre las cenizas del Ancien Régime. La intención
expresa de esta nueva clase era la educación, la ilustración, la elevación y el
ennoblecimiento de le peuple, de quienes recientemente habían sido investidos
del rol de citoyens en los nuevos état-nations, el apareamiento de una nación
recién formada que se elevaba a la existencia de Estado soberano con el nuevo
Estado que aspiraba a desempeñar el papel de fideicomisario, defensor y
guardián de la nación.
El
"proyecto de ilustración" otorgaba a la cultura (entendida como
actividad semejante al cultivo de la tierra) el estatus de herramienta básica
para la construcción de una nación, un Estado y un Estado nación, a la vez que
confiaba esa herramienta a las manos de la clase instruida. Entre ambiciones
políticas y deliberaciones filosóficas, pronto cristalizaron dos metas gemelas
de la empresa de ilustración (ya se las anunciara abiertamente o se las
supusiera de forma tácita) en el doble postulado de la obediencia de los
súbditos y la solidaridad entre compatriotas.
El
crecimiento del "populacho" incrementaba la confianza del Estado
nación en formación, pues se creía que el incremento en el número de
potenciales trabajadores-soldados aumentaría su poder y garantizaría su
seguridad. Sin embargo, puesto que el esfuerzo conjunto de la construcción
nacional y el crecimiento económico también resultaba en un excedente cada vez
mayor de individuos (en esencia, era preciso desechar categorías enteras de
población para dar a luz y fortalecer el orden deseado, así como acelerar la
creación de riquezas), el flamante Estado nación pronto enfrentó la apremiante
necesidad de buscar nuevos territorios allende sus fronteras: territorios con
capacidad para absorber el exceso de población que ya no encontraba lugar entre
los límites del suyo.
La
perspectiva de colonizar dominios lejanos demostró ser un potente estímulo para
la idea iluminista de la cultura y dotó la misión proselitista de una dimensión
completamente nueva que abarcaba en potencia al mundo entero. En exacto reflejo
de la idea de "ilustración del pueblo" se forjó el concepto de la "misión
del hombre blanco", que consistía en "salvar al salvaje de su
barbarie". Pronto estos conceptos serían dotados de un comentario teórico
en la forma de una teoría evolucionista de la cultura, que elevaba el mundo
"desarrollado" al estatus de incuestionable perfección, que tarde o
temprano habría de ser imitada o deseada por el resto del planeta. En aras de
esta meta era preciso ayudar activamente al resto del mundo, coaccionándolo en
caso de que opusiera resistencia. La teoría evolucionista de la cultura adjudicaba
a la sociedad "desarrollada" la función de convertir a todos los
habitantes del planeta. Todas sus futuras empresas e iniciativas se reducían al
papel que estaba destinada a desempeñar la elite instruida de la metrópoli
colonial frente a su propio "populacho" metropolitano.
Bourdieu
concibió su investigación, recabó los datos y los interpretó en el preciso
momento en que estas iniciativas comenzaban a perder su ímpetu y su sentido de
dirección, y en términos generales ya estaban exánimes, al menos en las metrópolis
donde se tramaban las visiones del futuro esperado y postulado, aunque no tanto
en las periferias del imperio, desde donde las fuerzas expedicionarias eran
llamadas a volver mucho antes de que hubieran logrado elevar la vida de los
nativos a los estándares adoptados en las metrópolis. En cuanto a estas
últimas, la ya bicentenaria declaración de intenciones había logrado establecer
en ellas una amplia red de instituciones ejecutivas, financiadas y
administradas principalmente por el Estado, con suficiente vigor como para
apoyarse en su propio ímpetu, su rutina arraigada y su inercia burocrática. Ya
se había moldeado el producto deseado (un "populacho" transformado en
un cuerpo cívico) y se había asegurado la posición de las clases educadoras en
el nuevo orden, o al menos se había logrado que fueran aceptadas como tales.
Lejos de aquella audaz y arriesgada tentativa, cruzada o misión de antaño, la
cultura se asemejaba ahora a un mecanismo homeostático: una suerte de
giroscopio que protegía al Estado nación de los vientos de cambio y de las
contracorrientes, a la vez que lo ayudaba, a pesar de las tempestades y los
caprichos del tiempo inestable, a "mantener el barco en su rumbo
correcto" (o bien, como diría Talcott Parsons mediante su expresión por entonces
en boga, permitir que el "sistema" "recobre su propio
equilibrio").
En
resumen, la "cultura" dejaba de ser un estimulante para transformarse
en tranquilizante, dejaba de ser el arsenal de una revolución moderna para
transformarse en un depósito de productos conservantes. La "cultura"
pasó a ser el nombre de las funciones adjudicadas a estabilizadores,
homeostatos o giróscopos. Cuando Bourdieu la captó, inmovilizó, registró y
analizó a la manera de una instantánea en La distinción, la cultura se hallaba
en pleno cumplimiento de estas funciones (que pronto se revelarían como
efímeras). Bourdieu no logró sustraerse al destino del proverbial búho de
Minerva, esa diosa de toda sabiduría: observaba un paisaje iluminado por el sol
poniente, cuyos contornos habían adquirido una nitidez momentánea que pronto se
fundiría en el inminente crepúsculo. Lo que captó en su análisis fue la cultura
en su etapa homeostática: la cultura al servicio del statu quo, de la
reproducción monótona de la sociedad y el mantenimiento del equilibrio del
sistema, justo antes de la inevitable pérdida de su posición, que se aproximaba
a paso redoblado.
Esa
pérdida de posición fue el resultado de una serie de procesos que estaban
transformando la modernidad, llevándola de su fase "sólida" a su fase
"líquida". Uso aquí el término "modernidad líquida" para la
forma actual de la condición moderna, que otros autores denominan
"posmodernidad", "modernidad tardía", "segunda" o
"híper" modernidad. Esta modernidad se vuelve "líquida" en
el transcurso de una "modernización" obsesiva y compulsiva que se
propulsa e intensifica a sí misma, como resultado de la cual, a la manera del
líquido -de ahí la elección del término-, ninguna de las etapas consecutivas de
la vida social puede mantener su forma durante un tiempo prolongado. La
"disolución de todo lo sólido" ha sido la característica innata y
definitoria de la forma moderna de vida desde el comienzo, pero hoy, a
diferencia de ayer, las formas disueltas no han de ser remplazadas -ni son remplazadas-
por otras sólidas a las que se juzgue "mejoradas", en el sentido de
ser más sólidas y "permanentes" que las anteriores, y en consecuencia
aún más resistentes a la disolución. En lugar de las formas en proceso de
disolución, y por lo tanto no permanentes, vienen otras que no son menos -si es
que no son más- susceptibles a la disolución y por ende igualmente desprovistas
de permanencia.
Al
menos en esa parte del planeta donde se formulan, se difunden, se leen con
fruición y se debaten apasionadamente las apelaciones en favor de la cultura (a
la que, recordemos, se había relevado antes de su rol de asistente de las
naciones, los Estados y las jerarquías sociales en proceso de autodeterminación
y autoconfirmación), ésta pierde rápidamente su función de sierva de una
jerarquía social que se reproduce a sí misma. Las tareas hasta entonces
encomendadas a la cultura fueron cayendo una por una, quedaron abandonadas o
pasaron a ser cumplidas por otros medios y con diferentes herramientas.
Liberada de las obligaciones que le habían impuesto sus creadores y operadores
-obligaciones consecuentes con el rol primero misional y luego homeostático que
cumplía en la sociedad-, la cultura puede ahora concentrarse en la satisfacción
y la solución de necesidades y problemas individuales, en pugna con los
desafíos y las tribulaciones de las vidas personales.
Puede
decirse que la cultura de la modernidad líquida (y más en particular, aunque no
de forma exclusiva, su esfera artística) se corresponde bien con la libertad
individual de elección, y que su función consiste en asegurar que la elección
sea y continúe siendo una necesidad y un deber ineludible de la vida, en tanto
que la responsabilidad por la elección y sus consecuencias queda donde la ha
situado la condición humana de la modernidad líquida: sobre los hombros del
individuo, ahora designado gerente general y único ejecutor de su
"política de vida".
No
hablamos aquí de un cambio de paradigma ni de su modificación: resulta más
apropiado hablar del comienzo de una era "posparadigmática" en la
historia de la cultura (y no sólo de la cultura). Aunque el término
"paradigma" aún no ha desaparecido del vocabulario cotidiano, se ha
sumado a la familia de las "categorías zombis" (como diría Ulrich
Beck), que crece a paso acelerado: categorías que deben ser usadas sous rature
[en borrador] si, en ausencia de sustitutos adecuados, todavía no estamos en
condiciones de renunciar a ellas (como preferiría decirlo Jacques Derrida). La
modernidad líquida es una arena donde se libra una constante batalla a muerte
contra todo tipo de paradigmas, y en efecto contra todos los dispositivos
homeostáticos que sirven a la rutina y al conformismo, es decir que imponen la
monotonía y mantienen la predictibilidad. Ello se aplica tanto al concepto
paradigmático heredado de cultura como a la cultura en sentido amplio (es
decir, la suma total de los productos artificiales o el "excedente de la
naturaleza" hecho por el ser humano), que aquel concepto intentó captar,
asimilar intelectualmente y volver inteligible.
Hoy
la cultura no consiste en prohibiciones sino en ofertas, no consiste en normas
sino en propuestas. Tal como señaló antes Bourdieu, la cultura hoy se ocupa de
ofrecer tentaciones y establecer atracciones, con seducción y señuelos en lugar
de reglamentos, con relaciones públicas en lugar de supervisión policial:
produciendo, sembrando y plantando nuevos deseos y necesidades en lugar de
imponer el deber. Si hay algo en relación con lo cual la cultura de hoy cumple
la función de un homeostato, no es la conservación del estado presente sino la
abrumadora demanda de cambio constante (aun cuando, a diferencia de la fase
iluminista, se trata de un cambio sin dirección, o bien en una dirección que no
se establece de antemano). Podría decirse que sirve no tanto a las
estratificaciones y divisiones de la sociedad como al mercado de consumo
orientado por la renovación de existencias.
La
nuestra es una sociedad de consumo: en ella la cultura, al igual que el resto
del mundo experimentado por los consumidores, se manifiesta como un depósito de
bienes concebidos para el consumo, todos ellos en competencia por la atención
insoportablemente fugaz y distraída de los potenciales clientes, empeñándose en
captar esa atención más allá del pestañeo. Tal como señalamos al comienzo, la
eliminación de las normas rígidas y excesivamente puntillosas, la aceptación de
todos los gustos con imparcialidad y sin preferencia inequívoca, la
"flexibilidad" de preferencias (el actual nombre políticamente
correcto para el carácter irresoluto), así como las elecciones transitorias e
inconsecuentes, constituyen la estrategia que se recomienda ahora como la más
sensata y correcta. Hoy la insignia de pertenencia a una elite cultural es la
máxima tolerancia y la mínima quisquillosidad. El esnobismo cultural consiste
en negar ostentosamente el esnobismo. El principio del elitismo cultural es la
cualidad omnívora: sentirse como en casa en todo entorno cultural, sin
considerar ninguno como el propio, y mucho menos el único propio. Un crítico y
reseñador de TV de la prensa intelectual británica elogió un programa del Año
Nuevo 2007-2008 por su promesa de "brindar un conjunto de entretenimientos
musicales para satisfacer el apetito de todos". "Lo bueno -explicó-
es que su atractivo universal permite a uno entrar y salir del show según la
preferencia." Es una cualidad digna de elogio y en sí admirable de la
oferta cultural en una sociedad donde las redes reemplazan a las estructuras,
en tanto que un juego ininterrumpido de conexión y desconexión de esas redes,
así como la interminable secuencia de conexiones y desconexiones, reemplazan a
la determinación, la fidelidad y la pertenencia.
Hay
otro aspecto a destacar en las tendencias aquí descriptas: una de las
consecuencias de que el arte se quite de encima la carga de cumplir una función
de peso es también la distancia, a menudo irónica o cínica, que adoptan con
respecto a él tanto sus creadores como sus receptores. Hoy el discurso sobre el
arte rara vez adquiere el tono ceremonioso o reverencial tan común en el
pasado. Ya no se llega a las manos. No se levantan barricadas. No hay destellos
de puñales. Si se dice algo en relación con la superioridad de una forma de
arte sobre otra, se lo expresa sin pasión y sin brío; por otra parte, las
visiones condenatorias y la difamación son menos frecuentes que nunca. Tras
este estado de las cosas se esconde una sensación de vergüenza, una falta de
confianza en sí mismo, una suerte de desorientación: si los artistas ya no
tienen a su cargo tareas grandiosas y trascendentes, si sus creaciones no
sirven a otro propósito que brindar fama y fortuna a unos pocos elegidos,
además de entretener y complacer personalmente a sus receptores, ¿cómo han de
ser juzgados si no es por el bombo publicitario que acaso reciben en un momento
dado? Tal como sintetizó diestramente Marshall McLuhan esta situación, "el
arte es cualquier cosa que permita a uno salirse con la suya". O tal como
Damien Hirst -actual niño mimado de las más elegantes galerías londinenses y de
quienes pueden darse el lujo de ser sus clientes- admitió cándidamente al
recibir el Premio Turner, prestigioso galardón británico de arte: "Es
asombroso lo mucho que se puede hacer con un promedio escolar regular en artes,
una imaginación retorcida y una sierra".
Las
fuerzas que impulsan la transformación gradual del concepto de
"cultura" en su encarnación moderna líquida son las mismas que
contribuyen a liberar los mercados de sus limitaciones no económicas:
principalmente sociales, políticas y étnicas. La economía de la modernidad líquida,
orientada al consumo, se basa en el excedente y el rápido envejecimiento de sus
ofertas, cuyos poderes de seducción se marchitan de forma prematura. Puesto que
resulta imposible saber de antemano cuáles de los bienes ofrecidos lograrán
tentar a los consumidores, y así despertar su deseo, sólo se puede separar la
realidad de las ilusiones multiplicando los intentos y cometiendo errores
costosos. El suministro perpetuo de ofertas siempre nuevas es imperativo para
incrementar la renovación de las mercancías, acortando los intervalos entre la
adquisición y el desecho a fin de reemplazarlas por bienes "nuevos y
mejores". Y también es imperativo para evitar que los reiterados
desencantos de bienes específicos lleven a desencantar por completo esa vida
pintada con los colores del frenesí consumista sobre el lienzo de las redes
comerciales.
La
cultura se asemeja hoy a una sección más de la gigantesca tienda de
departamentos en que se ha transformado el mundo, con productos que se ofrecen
a personas que han sido convertidas en clientes. Tal como ocurre en las otras
secciones de esta megatienda, los estantes rebosan de atracciones que cambian a
diario, y los mostradores están festoneados con las últimas promociones, que se
esfumarán de forma tan instantánea como las novedades envejecidas que
publicitan. Los bienes exhibidos en los estantes, así como los anuncios de los
mostradores, están calculados para despertar antojos irreprimibles, aunque
momentáneos por naturaleza (tal como lo enunció George Steiner, "hechos
para el máximo impacto y la obsolescencia instantánea"). Tanto los
mercaderes de los bienes como los autores de los anuncios combinan el arte de
la seducción con el irreprimible deseo que sienten los potenciales clientes de
despertar la admiración de sus pares y disfrutar de una sensación de
superioridad.
Para
sintetizar, la cultura de la modernidad líquida ya no tiene un
"populacho" que ilustrar y ennoblecer, sino clientes que seducir. En
contraste con la ilustración y el ennoblecimiento, la seducción no es una tarea
única, que se lleva a cabo de una vez y para siempre, sino una actividad que se
prolonga de forma indefinida. La función de la cultura no consiste en
satisfacer necesidades existentes sino en crear necesidades nuevas, mientras se
mantienen aquellas que ya están afianzadas o permanentemente insatisfechas. El
objetivo principal de la cultura es evitar el sentimiento de satisfacción en
sus ex súbditos y pupilos, hoy transformados en clientes, y en particular
contrarrestar su perfecta, completa y definitiva gratificación, que no dejaría
espacio para nuevos antojos y necesidades que satisfacer.
[i] Richard A. Peterson, “Changing Arts Audiences: Capitalizing on
Omnivorousness”,
monografía
de taller, Cultural Policy Center, University of Chicago, disponible en línea
en:
en
febrero de 2013. N. de la T.]
[ii] Pierre Bourdieu, Distinction: A
Social Critique of the Judgement of Taste, Abingdon,
Routledge Classics, 2010 [trad. esp.: La distinción. Criterio y bases
sociales del gusto, trad. de
María
del Carmen Ruiz de Elvira, Madrid, Taurus, 1991].
[iii] Oscar Wilde, The Picture of
Dorian Gray, Londres,
Penguin Classics, 2003 [trad. esp.: El
retrato
de Dorian Gray,
trad. de Julio Gómez de la Serna, Buenos Aires, Hyspamérica, 1983].
[iv] Sigmund Freud, Civilisation, Society and Religion, Londres,
Penguin Classics, 2003
[trad.
esp.: El malestar en la cultura, en Obras completas, trad. de José Luis Etcheverry, t. xxi,
Buenos
Aires, Amorrortu, 2010].
*Ambos
conceptos son equivalentes al de “cultura” en el sentido restringido que Bauman
describe
aquí. La palabra inglesa refinement significa “refinamiento”, en tanto que la
alemana
Bildung,
escrita con mayúscula inicial como todos los sustantivos en esta lengua,
significa
cultura en el sentido de formación o
educación. [N. de la T.]
** La expresión que utiliza el autor es “a beam of Enlightenment”,
tropo que en inglés significa
una
iluminación, comprensión o idea súbita que cambiará la situación presente. Enlightenment
significa
“iluminación”, tanto en el sentido físico como metafórico, y asimismo es
el
sustantivo que denomina el período histórico conocido como “Ilustración”, que
en español
también
se relaciona con la luz en expresiones como “Iluminismo”, “iluminista” o “Siglo
de las
Luces”.
[N. de la T.]
No hay comentarios:
Publicar un comentario