Estos días, en el taller de Expresión poética, hablábamos de los experimentos del Centro Vasco de Cognición, Cerebro y Lenguaje, consistentes en medir -vía electroencefalograma- la actividad cerebral estimulada por un sustantivo (monstruo) seguido de un adjetivo (hermoso, geográfico, solitario y horrible). Se observó que cuando ambas palabras resultaban oxímoron, la actividad en el área frontal izquierda del cerebro, registraba mayor actividad.
Bien, pues metidos en ese jardín, qué menos que citar un escrito de Santiago Ramón y Cajal donde aventura teorías sobre las junglas celulares y las inclinaciones humanas hacia determinados géneros artísticos. Es el prólogo que su paisano aragonés, el dramaturgo Marcos Zapata, le había solicitado para introducir su libro Poesías.
Sr. D. Marcos Zapata.
Mi querido amigo: Me pregunta usted, honrándome mucho con su consulta: «¿Cuál es la causa de
que yo, como tantos otros literatos, viva una comedia y escriba dramas, tenga la conversación alegre y los
pensamientos tristes? ¿Por qué el pueblo andaluz, cuando habla ríe, y cuando canta llora?»
Tema excelente para un artículo de Revista sobre la psicología de los
escritores; pero
de muy dudosa oportunidad para encabezar, a guisa de prólogo, un tomo de poesías. Adivino en tan singular demanda uno de esos rasgos de fino humorismo, tan comunes en los escritores más graves y en los dramaturgos más solemnes; mas cualquiera que sea la intención de usted, y dejándole íntegra la responsabilidad de la extraña ocurrencia, paso a decirle, llana y sencillamente, lo poco que a mí se me alcanza de tan paradógico contraste.
Comienzo por reconocer que, el hecho a que usted alude, sin alcanzar la jerarquía de ley psicológica universal, tiene mucha generalidad. Este ritmo del escribir amargo y del hablar alegre-y al revés-equivalente en el orden afectivo a la eterna alternativa del dolor y del placer, del llanto y de la risa, es comunísimo en nuestros escritores cómicos, novelistas y dramaturgos.
Comienzo por reconocer que, el hecho a que usted alude, sin alcanzar la jerarquía de ley psicológica universal, tiene mucha generalidad. Este ritmo del escribir amargo y del hablar alegre-y al revés-equivalente en el orden afectivo a la eterna alternativa del dolor y del placer, del llanto y de la risa, es comunísimo en nuestros escritores cómicos, novelistas y dramaturgos.
En algunos la
doble manifestación del sentimiento se acentúa tanto, que adquiere los caracteres de una bifurcación de la
personalidad.
En la mente del poeta parecen convivir dos sujetos antípodas alternativamente despiertos, cada uno de los cuales tiene un modo
particular de contemplar el mundo y la vida. Quien lleve una existencia plácida, serena y tranquila,
escribirá dramas,
elegías, lamentaciones, novelas o cuentos melancólicos. Quien viva un verdadero drama, buscará en la ficción un
lenitivo
y un consuelo a sus amarguras, y escribirá crónicas, versos alegres, cuentos graciosos y
regocijados o anécdotas picantes.
Cada cual finge lo que necesita por compensación de lo que tiene. De esta
manera, la
vida mental se integra y completa, y todos los órganos cerebrales entran sucesivamente en juego.
Lo que decimos del escritor es aplicable igualmente al lector. El científico, el filósofo, el estadista, enfrascados de continuo en serios y graves estudios, entréganse con avidez, en sus horas de vagar, a la amena literatura, a las conversaciones espirituales y ligeras, aun a los juegos más inocentes é infantiles. Del propio modo el humilde artesano, fatigado por el trabajo manual y aburrido por el acompasamiento y monotonía de una existencia comparable al continuo girar de un volante, ansía esplayar su imaginación por las doradas regiones del ensueño, buscando en el folletón pasional o en el drama tremebundo de los teatros populares, esa nota de lo pintoresco, de lo bello y de lo extraordinario que faltan en su sombría y rutinaria existencia.
Lo que decimos del escritor es aplicable igualmente al lector. El científico, el filósofo, el estadista, enfrascados de continuo en serios y graves estudios, entréganse con avidez, en sus horas de vagar, a la amena literatura, a las conversaciones espirituales y ligeras, aun a los juegos más inocentes é infantiles. Del propio modo el humilde artesano, fatigado por el trabajo manual y aburrido por el acompasamiento y monotonía de una existencia comparable al continuo girar de un volante, ansía esplayar su imaginación por las doradas regiones del ensueño, buscando en el folletón pasional o en el drama tremebundo de los teatros populares, esa nota de lo pintoresco, de lo bello y de lo extraordinario que faltan en su sombría y rutinaria existencia.
Por análogo motivo gusta el burgués, ocioso y ahíto de
comodidades y de placeres, de la novela espeluznante y del drama sangriento; porque la visión momentánea del ajeno dolor
le es precisa para aguijar los embotados nervios y renovar y endulzar todavía más el grato sabor de la copa del
placer.
Por donde se ve que, salvando excepciones,
el pueblo y la burguesía constituyen el
obligado público del dramaturgo; mientras
que el autor de comedias debe contentarse
con la menguada clase de los intelectuales,
de esos seres fatigados y tristes, cuyos
nervios, sobreexcitados, necesitan apagadores
en vez de estimulantes, emociones placenteras
y no conflictos pasionales. A la manera
del rayo, que al nacer rasga la nube de
donde brota, atronando al mismo tiempo los
espacios, así el pensamiento hiere también el cerebro, sacudiendo
violenta y dolorosamente sus células, que
sólo piden, como remedio a sus
heridas, sueños sin pesadillas, distracciones
sin emoción.
¿Cómo se explican todos estos hechos? Sin pretensiones
de acertar, y menos aún de agotar los diversos aspectos del problema, nosotros creemos que el fenómeno en cuestión obedece a
dos condiciones: a la sensación de fatiga cerebral que nos obliga continuamente a cambiar de postura mental, y a la
necesidad orgánica de poner en actividad los barbechos o provincias cerebrales ociosas, necesidad establecida muy
sabiamente
por la Naturaleza, con la mira de
impedir el olvido y aniquilamiento por desuso,
de aquellas ideas, sentimientos y aptitudes
psíquicas que, no por carecer de urgencia
funcional y de frecuente empleo, dejan
de representar, llegada la ocasión, importantísimos
elementos de defensa y de prosperidad
del individuo y de la especie.
Por si no nos hemos explicado bien entraremos aquí en algunos desarrollos. La Naturaleza, al
otorgarnos ideas que han sido fijadas y mejoradas por la adaptación y el progreso, no ha procedido caprichosamente; nos las ha
dado porque son útiles, cuando
no absolutamente necesarias, á la conservación
de la vida. Lo inútil ó perjudicial,
cuando aparece en un organismo, vive
poco. El hombre primitivo era completo,
aunque sencillo, porque ejercitaba por
igual todas sus potencias; pero el hombre
moderno, empequeñecido y polarizado por
la división del trabajo, sólo cultiva intensivamente una de sus
actividades, la correspondiente al oficio o
destino social desempeñado. Por lo cual las células cerebrales en barbecho, es decir, las encargadas de funciones no aprovechadas en el diario trabajo, en cuanto llega la ocasión del asueto general, recuerdan al yo su derecho a la vida activa y demandan a gritos su turno en el banquete: a menudo, sin esperar la venia del sensorio, atraen hacia sí solapadamente la sangre, y, pasando de la potencia al acto, generan representaciones brillantes y conscientes que la imaginación combina en vistosas y sorprendentes construcciones. Y cuando durante este tejer y destejer de la mente, la tensión de la vida nerviosa llega al summum, la corriente de las ideas, moldeándose en símbolos, se exterioriza, ora por la lengua y el gesto, ora por la pluma y el lápiz.
Así
el poeta, que al escribir o al perorar evocó casi todos sus registros de
representaciones
severas, dolorosas o patéticas, siente al acabar el trabajo y restaurar sus fuerzas, que su retina mental se tiñe insensiblemente del matiz
complementario, y que acuden a su mente, protestando de la injusta preterición, representaciones y
emociones contrarias, las cuales, descargando en el aparato motor, por ley de dinámica cerebral, aspiran
a vivir, ora con la existencia efímera del ensueño inexpresado, ora con la más duradera que les prestan la palabra hablada y la
memoria del que lee o escucha. Por
este mismo horror a la muerte que parecen sentir las ideas inactivas o poco evocadas se esclarece también un hecho bien
conocido de los fisiólogos pero insuficientemente explicado, si del fondo de la cuestión
hemos de juzgar por nuestras lecturas... Todo el mundo habrá reparado que cuando soñamos, el mundo especial de
ideas y
acontecimientos que desfilan ante nos otros, resulta por lo común (hay
excepciones que bien consideradas
confirman la regla), completamente
extrañas a los pensamientos que nos
preocupan, y a los trabajos que nos interesan y solicitan a diario. Analizados
cuidadosamente los ensueños, se verá que
reproducen a menudo escenas de la
niñez o de la juventud raras veces recordadas,
o imágenes fragmentarias, caprichosa y
absurdamente combinadas, y cuyos elementos
o residuos sensoriales, no alcanzaron
hace tiempo su reviviscencia plena, ni
entraron por consiguiente en el campo de
la conciencia.
En nuestros experimentos de hipnotismo, hemos observado con frecuencia que las ideas suprimidas por sugestión, reaparecen tenazmente en los ensueños espontáneos, provocando a veces verdaderas obsesiones. Dedúcese de esto, que cuando dormimos no descansa el sujeto por entero, sino aquella parte del cerebro que se fatigó durante el trabajo de la vigilia; los barbechos cerebrales, es decir, las células donde están grabadas las imágenes inconscientes, velan y se exaltan rejuveneciéndose con el ejercicio hecho a hurtadillas de la conciencia como se robustece en las maniobras el veterano enervado por la vida de cuartel. Con cuya gimnasia, esos contingentes extraordinarios, especie de reserva de las ideas, se capacitan para movilizarse rápidamente, en cuanto las varias exigencias del trabajo vigil y las imprevistas peripecias de la lucha por la vida lo demandan. Y como muchas operaciones cerebrales diurnas ponen en acción y fatigan grupos de células esparcidas por todo el cerebro, y muy particularmente aquellas a cuyo cargo corre la más alta de las actividades mentales, o sea, la facultad crítica, constantemente alerta al hablar y al escuchar, de ahí que la mayoría de los ensueños consten de retazos de ideas, sin hilación o estrambóticamente ensambladas, algo así como un monstruo absurdo, sin proporciones, armonía ni razón.
En nuestros experimentos de hipnotismo, hemos observado con frecuencia que las ideas suprimidas por sugestión, reaparecen tenazmente en los ensueños espontáneos, provocando a veces verdaderas obsesiones. Dedúcese de esto, que cuando dormimos no descansa el sujeto por entero, sino aquella parte del cerebro que se fatigó durante el trabajo de la vigilia; los barbechos cerebrales, es decir, las células donde están grabadas las imágenes inconscientes, velan y se exaltan rejuveneciéndose con el ejercicio hecho a hurtadillas de la conciencia como se robustece en las maniobras el veterano enervado por la vida de cuartel. Con cuya gimnasia, esos contingentes extraordinarios, especie de reserva de las ideas, se capacitan para movilizarse rápidamente, en cuanto las varias exigencias del trabajo vigil y las imprevistas peripecias de la lucha por la vida lo demandan. Y como muchas operaciones cerebrales diurnas ponen en acción y fatigan grupos de células esparcidas por todo el cerebro, y muy particularmente aquellas a cuyo cargo corre la más alta de las actividades mentales, o sea, la facultad crítica, constantemente alerta al hablar y al escuchar, de ahí que la mayoría de los ensueños consten de retazos de ideas, sin hilación o estrambóticamente ensambladas, algo así como un monstruo absurdo, sin proporciones, armonía ni razón.
Ahora
bien, lo sucedido en los ensueños ocurre también en la vigilia, sólo que en ésta, el sentido crítico vive alerta, y
además, ningún territorio cerebral duerme por completo: las
células inactivas callan inhibidas por la conciencia,
pero están siempre listas para entrar
en acción a la menor insinuación del sujeto. Semejante silencio de las células ociosas dura solamente lo que el trabajo de las obreras: es decir, que durante el descanso, reparadas ya las fuerzas mentales, las ideas, los sentimientos y emociones postergados, entran en turno, indemnizándose del estéril reposo; entonces, la
segunda personalidad del hombre aparece; el
poeta latente en el hombre de ciencia surge
coloreando y embelleciendo la retorta
y el microscopio; el dramaturgo arroja el
coturno trágico y viste por algunas horas
el traje del arlequín y del gracioso. Heráclito se convierte en Demócrito; al hombre máquina, al galeote sombrío que se fatiga y gruñe, sucede el hombre
verdad que explaya libremente todas
las comprimidas actividades de su espíritu, y que siente en su corazón, la grande, la renovadora, la intensa alegría de vivir.
El
cultivo de esa segunda personalidad complementaria y armónica de la otra no nos lo impone la naturaleza por mero
capricho, ni siquiera con el piadoso
designio de reconfortar el ánimo para
la dura tarea del día siguiente. Sus
miras en esto como en todo, son
esencialmente utilitarias. Órgano que
cae en: desuso, es órgano qué muere. Y la batalla de
la vida, a la postre y tras de largo luchar, no la gana quien atrofia la mitad de un cerebro en beneficio de la
otra mitad, sino aquel que desarrollando
predilectamente los territorios nerviosos, consagrados a la actividad
profesional preferente, sabe conservar intactas
todas sus fuerzas mentales para
desplegarlas por entero en el
momento estratégico decisivo.
A la segunda pregunta de usted, «¿por qué el pueblo andaluz cuando habla ríe y cuando canta llora?»
pueden aplicarse también las precedentes ideas.
Es claro que el desdoblamiento de la personalidad y el desenvolvimiento, por
fatiga
de la fase mental antípoda, se dan igualmente en
los pueblos que en los individuos. Del mismo modo
que los poetas que
escriben dramas
ríen, cuando hablan los pueblos desgraciados olvidan sus penas con la alegría comunicativa de la conversación, con la
gracia y el encanto del chiste, y con las artes de la galantería y de la guapeza. Pero a
pesar del disimulo, al rasguear la guitarra y entonar la
copla,-(la música remueve
el fondo de nuestras emociones dominantes)- cuando el hombre se siente a solas con su
corazón, la segunda
personalidad, es decir, la nota triste y
complementaria resuena, y los labios del cantaor modulan la melancólica endecha que exhalan las almas fatigadas por un trabajo sin término y apenadas por una pobreza irredimible. ¿Qué sería del campesino andaluz, el más desgraciado acaso de España si la piadosa naturaleza no le hubiera concedido como bálsamo de sus amarguras presentes el arte exquisito de la ironía y de la gracia, la fácil inclinación a la risa y la honda preocupación del amor y de la galantería?
Por donde se echa de ver con claridad que
aquellos pueblos
esencialmente individualistas, graves y
semi-serios en su trato social,
variarán poco de tono afectivo en sus conversaciones
y canciones, en sus obras y dichos.
Es que semejantes pueblos sin ser enteramente
felices no son tan pobres y desdichados
que necesiten del cotidiano cordial de la
alegría sugerida para reanudar con
ardor el interrumpido surco.
Y basta ya de teorías y de enfadosas consideraciones
pseudocientíficas, por las cuales pido respetuosamente perdón a quien leyere.
Las cuales consideraciones no tienen en la presente ocasión ni siquiera la ventaja de preparar por ley de contraste el paladar del lector, pues las viriles, gallardas y hermosas poesías del autor de La Capilla de Lanuza, no han menester como aperitivo para ser gustadas con fruición, del amargo ajenjo de mi prosa y menos aún de los pobres elogios de mi incompetencia crítica en el campo literario.
Las cuales consideraciones no tienen en la presente ocasión ni siquiera la ventaja de preparar por ley de contraste el paladar del lector, pues las viriles, gallardas y hermosas poesías del autor de La Capilla de Lanuza, no han menester como aperitivo para ser gustadas con fruición, del amargo ajenjo de mi prosa y menos aún de los pobres elogios de mi incompetencia crítica en el campo literario.
Suyo afectísimo amigo,
S, RAMÓN CAJAL
5 de Julio de 1902.
Muchas gracias. Me es muy útil.
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