8 de agosto de 2015

Poesía y Repertorio: copla o cantar (II) En el Noroeste argentino


Quería seguir conversando con Manolo acerca de la copla y mis primeros encuentros con la baguala del noroeste argentino. Pero Manolo se ha ido a la playa, así que proseguiré yo solo este nuevo capítulo y espero no extenderme mucho.

La copla. Santos Vergara.


Voy, pues, a escribir de mi –nuestro- interés por esa parte mínima de la poesía que llamamos copla y que se presenta de muchas maneras; junto al romance, la forma poética más popular en nuestro idioma es la copla, o sea la cuarteta asonantada, pero también sus variantes. Deseo también evocar  sonidos, palabras, músicas, que fui encontrando cuando quise conocer de primera mano la baguala, la vidala, la tonada; en fin, la copla andina. Igualmente quiero situar el contexto en que se fraguó mi relación y la de mi grupo con Leda Valladares, y, en un siguiente escrito,  sus trabajos posteriores en España.
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Antes de viajar a la Argentina mis conocimientos de su música eran amplios pero poco profundos. Por una parte el tango, por otra Yupanqui, Larralde y Jorge Cafrune, a quien frecuenté en sus visitas a Zaragoza.

En los 70 y, diluyéndose, en los 80, habíamos tenido el boom de la canción americana. Sobre todo argentina. 

En los finales de la dictadura española los cantores de América nos daban oxígeno. Horacio Guaraní nos animaba con los cuartetos y serventesios de Si se calla el cantor. El Cuarteto Cedrón nos recuperaba a Raúl González Tuñón y nos traía las primicias de Juan Gelman. 

Fuera de esto, se puede decir que quien tocara un poco la guitarra tenía su repertorio americano. Antes de entrar en el grupo, Carmen Orte mientras estudiaba Empresariales cantaba en bares canciones de Violeta Parra, Silvio Rodríguez, Víctor Jara, Chabuca Granda... En un festival en Filosofía y Letras, uno de los que cantaban, Juan Manuel Labordeta, explicó cómo era el estilo llamado "huella" y me fascinó.
…Fontazones, La Cava, Chal Chal, El Cafetín, colegios mayores, teatro Principal…

Caso especial en El Silbo era la devoción que compartíamos hacia el Martín Fierro de José Hernández. En La vuelta de Martín Fierro escribía el autor: “El gaucho no aprende a cantar. Su único maestro es la espléndida naturaleza que en variados y majestuosos panoramas se estiende delante de sus ojos. Canta porque hay en él cierto impulso moral, algo de métrico, de rítmico que domina en su organización…”  (Hernández precedió a Juan Ramón en la sustitución de la "equis" por la "ese").
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En los últimos meses de 1985 yo vivía en Buenos Aires, y era espectador de la vida artística porteña desde un lugar privilegiado: el Café Celta, sede de la revista 2x4, que se reunía en torno a Héctor Negro. El camarero oficial de la peña se llamaba Hugo. Allí campaban el cantor Carlos Cabrera y la recitadora Mirta Grillo. Allí conocí a Oswaldo Pugliese poco antes de tocar en el Colón. Desde allí salíamos en comitiva a escuchar a otros grandes del tango: Marconi y Penón, por ejemplo, o Astor Piazzola, al que un día homenajeó la Ciudad en el San Martín, al lado; o a celebrar el 80 cumpleaños de Pugliese en el diario Clarín, donde tocó su hija Beba. 

Héctor Negro daba muchos recitales y le secundaban Carlos Cabrera y Mirta, hermana de Héctor Grillo; con ellos descubrí  que los tangos pueden hacerse con endecasílabos,  y que Gardel también manejaba variedad de recursos métricos en la composición de sus letras.

En diciembre, mi paisano Javier Barreiro llegaba por vez primera a Buenos Aires y le acompañé por otras capillas musicales donde él buscaba datos del lunfardo y emociones tangueras.

La verdad, me estaba cansando  ya del amado tango. Para más inri  yo vivía en una pensión familiar, un conventillo, en la calle Balcarce, flanqueado por tangueríos como el Viejo Almacén. 

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En el mismo San Telmo, en Defensa, había un negocio de artesanía andina y a ratos entraba para instruirme. Un día me avisaron que los copleros jujeños se iban a reunir en la Quebrada de Humahuaca. En la tienda desconocían los detalles de la cita pero si localizaba a Leda Valladares, seguro que ella podría indicarme. Me puse a la búsqueda de su teléfono, sin saber si sería una doncella a seducir o una adusta funcionaria de la famosa Quebrada.

Cuando al fin tuve su número, ella ya estaba informada de que un español la andaba buscando. Le expliqué mi interés por la herencia de la copla hispana pero también mis recelos de que un viaje tan largo mereciera la pena. -“Si su interés es ver cómo cantan la tonada los cantores vallistos, vaya a Purmamarca y cuando regrese cuénteme lo que ha sentido”.

Leda debía ser joven, pensé, porque estaba llegando la navidad y no hablaba de vacaciones familiares pero sí de proyectos con una chilena llamada Margot, con un músico llamado León y con una señora llamada Gerónima. Yo apunté esos nombres en mi libreta por si fueran claves para descifrar algún misterio.

Javier Villafañe me había instado a viajar a Salta para conocer a la familia Castilla, saludar a García Bes y presentarme en lo de Valderrama. Pero yo no acababa de decidirme. Cuando le dije a Villafañe la orden de Leda, se alegró porque el viaje pasaba por Salta, y me recomendó prestar atención a los sonidos del viaje, “no solo a los pájaros”.


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Desde luego, el viaje fue iniciático. Escuché algunos sonidos que perduran en mi memoria, como los producidos por los pequeños tornados en las llanuras de Santa Fe. Sonaban como cuerda que gira muy rápido, o sea a silbido. Obvio, pero acongojante.

Si te quedabas dormido, en cualquier parada una colección de voces urgentes te despertaba terroríficamente. ¿El tren se quemaba? No, eran los vendedores de todo tipo de alimentos y aparejos que hacían su trabajo pregonando el género.

Cuando nos acercábamos a Tucumán, yo iba leyendo una recopilación de Manuel J. Castilla y Juan C. Dávalos, Coplas para cantar con caja, y de vez en cuando soltaba una carcajada. Como esto ocurría con cierta frecuencia, se había asentado como costumbre que los pasajeros cercanos se callasen y yo les decía la copla que me había provocado la risa, por ejemplo:

Cuando Cristo vino al mundo
vino por Animaná.
Pero el vino, vino, vino,
el vino dónde andará.

Un joven llamado Germinal había empezado a apuntarse las coplas y las leía a viajeros más alejados. Apareció un pareado que, aun no provocando risa, tuvo enjundia:

¡Cante, cante, compañero!
¡No haga caso del cajero!

Es decir, que no hace falta esperar al que marca el ritmo con la caja, que es “el cajero”. Ese grito sintetiza la jerarquía coplera: manda la voz. Y me lancé a divagar con “mi público” sobre si lo importante era el canto o lo que se cantaba. Uno dijo que primero fue el huevo, otro que la gallina. Comenzó a expresar cada cual sus razones con las entonaciones y acentos de su provincia. Distinguí entre el cordobés, el tucumano, el santiaguero y el jujeño.  

Mientras apuntaba opiniones en la libreta, los contertulios corrieron a las ventanillas, que iban todas subidas. El tren iba muy despacio mientras pasaba un puente bastante precario, los pasajeros abrían sus bolsos y tiraban cosas al vacío. Yo oía “pía, pía, pía…” Claro, los paisanos les iban echando comida ¿qué pájaros serían esos? Miré. Eran niños.  En las vías de Tucumán se acabó la alegría.


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En Purmamarca, una docena de copleros, otros tantos familiares y algunos  forasteros fuimos invitados a comer el guiso “picante” mientras llegaba la chicha para beber y empezar la fiesta al pie del Cerro de los siete colores. 

En un patio empezó la primera rueda con una docena de cantores medio abrazándose por los hombros y girando en una misma dirección. Luego otro círculo donde ya nadie quedaba fuera. Los cantores llevaban la caja en alto y se lanzaban las coplas sin esperar a que acabara el anterior. Golpeaban con un palo forrado de lana. Cada vez que intentaba salirme del círculo me encontraba un jarro con chicha y, luego de beber, la fuerza centrípeta del corro me devolvía a él. A veces me sorprendía porque parecía que cantaban en vasco, pero eran coplas en quechua o en aimara, claro. En algún momento entablé conversación con Marta Zerpa, que me habló de su padre, el poeta Domingo Zerpa, y me hizo una aclaración sobre la forma de cantar la tonada: la voz debía sonar como el erquencho (cuerno de vaca con un lengüeta). 

Cerca la noche conseguí dejar el círculo y me encontré siguiendo los pasos de alguien que había estado entrando y saliendo sin dificultad. Llegó en seguida a su destino, que sería el mío: la taberna. Allí había charango, guitarra y varios forofos de las tonadas que, como yo, necesitaban descansar pero que seguían  con el baile, aquí la chacarera y el bailecito con pañuelo. Entre la alegre concurrencia estaba la cordobesa Silvia Lucca y el cantor jujeño Juan López Guerrero con un saco con hojas de coca encima de la mesa, para compartir. Mientras mascaba apunté una copla retenida en la memoria y que amenazaba con huir:

En Purmamarca yo vivo,
Calle de la Libertad.
No canto porque me paguen,
Canto por mi voluntad.

A la media noche, cruzando la plaza escuché una flauta rociera; pero eso era imposible. Busqué y vi que la iglesia tenía luz. Nada más entrar, mi atención se fue hacia el grupo de niños que hacían geometrías rítmicas ante el altar, como Los Seises de Sevilla. ¡Como Los Seises! ¡y la quena sonaba a flauta rociera!

En fin, era la noche de reyes y ante el pesebre los niños mostraban sus danzas de adoración al son de la quena y el tambor. Iglesia estrecha, con púlpito, blanca por fuera y techumbre de madera, a dos aguas.

Cuando salí a la plaza, me senté en un banco. Oía la caja y las voces copleras, oía el charango del almacén y oía la quena. Pensaba si esto tendría que ver con lo que me había dicho Javier: “no solo los pájaros”. 

Entonces escuché una conversación entre chica y chico que,  en la oscuridad de la plaza, se producía a pocos metros. La chica de unos 16 años vivía en el pueblo. Él, unos 19, en Buenos Aires, donde ganaba 100 australes al mes y pagaba 20 en un conventillo por una habitación con baño. Ella sopesaba huir con él pero no le convencía el sueldo. No quise oír más.

Medité sobre la despoblación y el progreso. ¿Cómo resistiría la copla ante ellos? Me pareció sacerdotal la función del folclorista, del recopilador, antítesis de los plagiarios que denunciara Yupanqui:

Los piones formaban versos
con sus antiguos dolores.
Después vienen los señores
con un cuaderno en la mano,
copian el canto paisano
y presumen de escritores.

Castilla decía que la copla tiene toda el alma de la tierra metida en sus cuatro versos... Así que pasaría la noche oyendo coplas en la rueda y bebiendo la chicha que me ofrecieran, sin apuntar nada más. Oír y olvidar.


Cerro de los siete colores en Purmamarca

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