En elpollourbano.net de este verano, Carlos Calvo escribe un artículo que habla de esa extraña experiencia, los miércoles en Pequeña Europa.
Lo reproducimos íntegro porque no vemos por dónde cortarlo. En el original hay fotografías ilustrativas. El que quiera ver la nota completa o reírse un rato con el humor de la revista puede pinchar la cabecera
Cabecera de este número: Susana Vacas |
LOS PEQUEÑOS MIÉRCOLES EUROPEOS DE LUIS FELIPE
Por Carlos Calvo
Nadie
puede dudar de que España es un país de bares, de tabernas, en los que se
sueña, se disfruta, se quiere y se sufre, se participa y, sobre todo, se
comparte y se vive.
Bien
lo sabe Luis Felipe Alegre, que, de un tiempo a esta parte, nos ilustra las
noches de los miércoles en su búnker soñado, esa “pequeña Europa” regentada por
la artista multidisciplinar germana Ginevra Godin, un viaje donde el azar, la
aventura, el amor, la política, los cambios sociales, la historia, la política,
la tradición oral, las viejas genealogías, son los territorios abonados por el
rapsoda. Y Luis Felipe reflexiona sobre lo publicado, mueve versos, prosas, se
compromete con los personajes, se lanza a proponer finales distintos con la
complicidad de los asistentes, siempre fieles, la fiel infantería, caballeros
enamorados, pacientes o atribulados, damas apasionadas, atrevidas o
escurridizas, desafiantes ante lo establecido, que esperan su oportunidad.
Sí,
los bares, las tabernas, esos locales que han sido en muchos lugares uno de los
pocos espacios donde relacionarse, donde quedar, charlar, escribir, enamorar,
soñar, conspirar. Sí, esos lugares que habitan en nuestra memoria y que se
solidifican construyendo un monumento casi granítico de pasajes importantes de
nuestras vidas. Bares a los que seguimos acudiendo para seguir con nuestros
rituales mañaneros, de tarde o de noche, acaso para que no se cierren muchos
amores, muchos sueños, muchas conversaciones.
Me
gusta la taberna ‘Pequeña Europa’ de Zaragoza, situada en pleno casco histórico,
allá en la calle Heroísmo, a dos, tres pasos del mejor horno proustiano de esta
ciudad inmortal. Es una ventana abierta al viejo continente, un espacio que
también hace las veces de galería de arte y en cuyas paredes se han mostrado
exposiciones de la propia Godin, de Manuel Barrio, de Paco Simón, de Alfonso
Val Ortego, de Fernando Bayo, de Paloma Marina, de Cristina Beltrán, de Jesús
Sanz. Para paladear, ¡uhm!, ofrece algunos caprichos gastronómicos del gusto
tradicional que se sirven en las cervecerías típicas teutonas: la gran variedad
de salchichas (gordas o delgadas), camembert frito, hummus en ensalada o tapa,
tostada de queso scamorza, arenque con pepinillo agridulce o el bretzel. Y todo
regado con cervezas belgas, grappa o el agua de oro, un licor, ya saben, que
incluye pan de oro.
Me
gusta tanto como el café ‘Gijón’ de Madrid, tan lejano, tan cercano, ese
espacio del paseo Recoletos que con la lista de sus clientes ilustres se
llenaría su aforo varias veces. No solo literatos, también actores,
científicos, políticos, toreros y cantamañanas, de Canalejas a Cela, de Ramón y
Cajal a Fernán Gómez, pasando por la tertuliana edad de plata, cuando
coincidían allí Lorca, Poncela, Maeztu o Valle-Inclán, en mesas contiguas hasta
que estuvieron en trincheras enfrentadas o en cunetas diferentes.
Nuestro
rincón europeo, en efecto, es una muestra, auqnue pequeña y de nuevo cuño, del
matrimonio entre la literatura y la barra, algo que a Chesterton le permitía
asegurar que la civilización nacía en las tabernas. Y Luis Felipe Alegre,
cualquier noche de los miércoles europeos, se ve atraído por el primitivismo,
la necesidad de volver a las raíces y recuperar la esencia. La esencia,
también, de los ocasionales, de los perdidos, de los curiosos (Juan Domínguez Lasierra,
Sergio Abraín, Paco Rallo, Emilio Casanova, Néstor Lizalde, Pilar Catalán), que
vienen, tal vez, de algún evento de la mesa cuadrada y sus locos seguidores de
las nuevas tecnologías en la creación artística, y se hacen partícipes, o tal
vez no, del envoltorio, de una juglaría en proceso de extinción, como el lince
ibérico o la foca monje.
Habla
Luis Felipe de poetas, de prosistas, de una intelectualidad escrita, de la
libertad interior de las personas y exterior de los ciudadanos. Al rapsoda le
gusta el poeta proteico, lleno de meandros, contradicciones y perplejidades, y
pide a gritos una lectura libre de lugares comunes. El poeta que reconoce estar
curado de espanto y se propone no escarmentar, crear vida expresándose con
absoluta fatalidad y libertad. O la pretensión de decir la verdad, toda la
verdad y parte de la mentira, porque poesía es palabra precisa, pero también
imprevisible, y la ciencia del poeta no es otra que salirse por la tangente y
colarse por la puerta precintada. Si, en efecto, toda poesía es de
circunstancias, Luis Felipe se ocupa del hombre en una situación de lugar y
tiempo determinada. Y determinante.
A
veces, los escritos más importantes de un periodo se deciden en las décadas
siguientes a su publicación. Las pequeñas noches europeas nos reflejan cómo ha
cambiado nuestra relación con el mundo, nuestra idea de la realidad, desde que
los medios de comunicación han obrado como prolongación de nuestros sentidos.
Por supuesto, McLuhan y cómo somos atropellados por la realidad más incómoda,
porque no hay espacio ni actividad fuera de la política, o lo afectado por
esta, y mucho menos desde que las cámaras y los televisores hacen nuestros los
problemas de todos. ¡El mundo entero está mirando!
Incluso
para introducirnos en el universo de Marshall MacLuhan, el teórico de los
“mass-media”, Luis Felipe Alegre proyecta la escena de ‘Annie Hall’, casi otra
pequeña historia de amor, dos días de trabajo para hacer de sí mismo en la cola
del cine al que acuden Woody Allen y Diane Keaton, un papelito para el que el
director de Brooklyn piensa en Buñuel o Fellini, quienes declinan la oferta
porque les obliga a permanecer una semana en Nueva York, y en esos momentos se
sienten muy europeos y no necesitan publicidad. La publicidad es la piel de la
civilización actual. McLuhan llega a escribir que la mayor forma de arte del
siglo XX hay que buscarla en la expresión publicitaria. No se puede relegar a
los profesionales de la publicidad como si fueran las cenizas de la
inteligencia. Parece absurdo desdeñar a quienes son capaces de resumir en un
eslogan el subconsciente colectivo.
Estamos,
en cualquier caso, en un momento de gran cambio. Zygmunt Bauman afirma que el
poder es invisible, nadie sabe dónde está. Ha desaparecido y se ha transformado
en una forma de tristeza. Existe, pero en un punto invisible. Se ha perdido el
arte de las relaciones sociales y hay que replantearse el concepto de
felicidad. El hombre que ha bautizado este tiempo de incertidumbre como
“modernidad líquida” repara en que se nos ha olvidado cómo alcanzarla, porque
generamos una especie de sentido de la culpabilidad que nos lo impide. Y de ahí
a profundizar en torno a la felicidad, la crisis económica, las redes sociales,
la juventud.
La
búsqueda de una vida mejor, para Bauman, es lo que nos ha sacado de las cuevas,
un instinto natural y perfectamente comprensible, pero en el último medio siglo
se ha llegado a pensar que es equivalente al aumento de consumo y eso es muy
peligroso. Hemos olvidado el amor, la amistad, los sentimientos, el trabajo
bien hecho. Acaso todo es más fácil en la vida virtual, pero hemos perdido, ay,
el arte de las relaciones sociales y la amistad. El juglar, por su parte, sabe
que la cultura es algo vivo, que va de lo micro a lo macro con la misma fluidez
que debe ir de lo que forma parte del arraigo y el orden académico, hasta lo
que es indagación, búsqueda y desorden conceptual. Tanto aporta a la cultura un
éxito como un fracaso. En todo el ámbito de la cultura deberíamos estar
abiertos a lo que se nos ofrece, no a la parafernalia y los condicionantes de
la propaganda. El rango que se adquiera por el valor real, no por el supuesto.
¿Quién
da el certificado de éxito y fracaso? ¿Cuántas personalidades caben en un mismo
ser humano? Sin necesidad de recurrir a casos objeto de estudio y tratamiento
psiquiátricos, podemos decir que todos, de alguna manera, somos varias personas
que se asoman al exterior según el momento, las circunstancias y las
situaciones. Así, entre lo que somos, lo que creemos que somos y cómo dicen que
somos, se abre un arco de posibilidades que conforma una imagen poliédrica y
tal vez nunca definitiva. Este batiburrillo personal y social, con humor y
meditación, lo expone Luis Felipe Alegre en sus noches europeas tabernarias, y
muestra, al lado de Bauman, de Parra, de McLuhan, que el arte de la declamación
es arte mayor. A sus capacidades escénicas suma la virtud de la madurez, de las
palabras, de los dibujos, de los poemas visuales, de los objetos reales,
pintados o proyectados.
Adivina
en sus maestros el formidable alegato del hombre ofendido ante el espectáculo
de un mundo que nunca se porta bien con nosotros, el escéptico reproche a una
sociedad emergente y acomodaticia, oportunista y deshumanizadora. Este juglar,
moralista descreido, sereno desesperado, siempre tiene a mano un libro que le
consuela, que nos consuela de los agravios de la realidad, y no cesa de
comunicarnos que la lectura puede hacernos sentir dueños del tiempo y que ya
solo por eso la pasión de leer debería ser considerada la más envidiable
actividad a este lado del paraíso.
Entre
miércoles nocturnos tabernarios y días sin día, la práctica de la cultura se
nos revela como una boya que nos marca un punto de referencia para no
naufragar. Debemos ir cien veces al día de la orilla hasta la boya para saber
que sabemos nadar y guardar la hacienda. Debemos bucear alrededor de la boya
para encontrar los pecios más profundos donde están los tesoros que explican de
dónde venimos y hasta quiénes somos. Cada representación de Luis Felipe se consume
en sí misma, es el abono orgánico de la siguiente actuación, del próximo
montaje, de la siguiente generación. No tiene prisas, debe seguir su evolución,
tomarse su tiempo. Por eso en nuestro navegar hay que colocar las suficientes
boyas para tener referencias, para no perderse en el bosque de las urgencias,
de la crisis, de la necesidad. Es muy mala la desmemoria. Tan nociva como la
soberbia o la nostalgia. Como hace el rapsoda en esas noches europeas, debemos
encontrar el acomodo de la creación artística para compartir sensaciones,
emociones, experiencias.
Como
hace Nicanor Parra, que nace con el don de la palabra, es un planeta todo de
palabras, capaz de plasmar sus versos mucho más allá del universo en blanco del
folio, más allá de una cuartilla y una pluma, porque el recado de escribir
puede ser una tabla de madera, la bandeja de cartón de una pastelería, un
collage, una botella de naranjada o lo que él, versado hombre de ciencia, llama
trabajos prácticos, donde los versos viajan en el futuro, o se remontan en el
pasado, tan relativos ellos como la teoría de Einstein.
Rompiendo
las costuras convencionales de la poesía y tejiendo con sobras e intuiciones
retales de su contrario, los poetas, los juglares, son capaces en sus formas de
llevar la palabra a los lugares más insospechados, de buscar vías por medio de
las cuales hacen llegar la poesía a su principal destinatario: el hombre de la
calle. Sus trabajos con la visualidad imitan fórmulas de la publicidad, de los
grafiti callejeros, de los anuncios periodísticos. Nicanor Parra y Luis Felipe
Alegre saben que todo vale con tal de producir el chispazo por medio del cual
el ciudadano corriente activa la energía latente en el lenguaje, en las pocas
palabras, en la frase hecha. Como un espíritu burlón e irreverente, el
planteamiento es didáctico, divertido de recorrer, un, esto es, divertimento
didáctico para los espectadores del rapsoda que se enfrenta a recitar bien los
poemas.
La
palabra reivindica su espacio en la taberna ‘Pequeña Europa’. La palabra recoge
cuentos y canciones de distintos puntos de la geografía mundial. La palabra
ofrece un espectáculo de narración oral con altas dosis de juego, con música
muchas veces, muchas otras con brujas viajeras, duendes traviesos y gatos
cuenteros. La palabra nunca habla sola, siempre va acompañada de un cortejo de
pasiones. Y la palabra de Luis Felipe no las suaviza, precisamente. No necesita
salir de sus miércoles europeos para ver lo que hay de primitivo en la
naturaleza humana. Se atreve a poner al desnudo las pasiones, sus lecturas, sus
versos, en una confesión personal, reveladora y secreta. Conocimientos de
arquetipos originarios y remotos. Los símbolos sangrantes que destellan en el
fondo de la caverna escrita. Y versada.
Un
miércoles, cualquier miércoles, entró el juglar en su pequeña Europa y ya no
pudo salir. Sintió, con sus palabras, el murmullo inmenso de la naturaleza
humana, la expresión de una voz interna, intensa, un sonido átono que resuena
en las entrañas del lugar. La trayectoria del rapsoda mantiene una tensión
permanente con la expresión oral. La expresión oral de la ansiedad, de la
búsqueda, de la literatura, de la crisis. Al fin y al cabo, todas las crisis
empiezan probablemente en el mismo sitio: en la obligación de salir de ellas.
Eso o morir.
Algunos
vemos cosas que antes no veíamos. Antes creíamos que, cuanto mejor informada
estuviera la gente, más próspero y pacífico sería el mundo. Pero los poderosos
siguen montando guerras, y sigue haciendo falta contarlas. Luis Felipe nos las
cuenta, nos entretiene y alimenta. Y hacia las nueve de la noche, cualquier
miércoles, comienza a percibirse la excitación en el aire, una forma de
electricidad que empuja a los fieles, a la fiel infantería, hacia el pequeño
rincón de Ginevra Godin marcado por Pedro Borgoñó, Isabel Gómez, Miguel Ángel
Yus, Juanjo Lop, Miguel Mendo, Julio Donoso, Debora Quelle, Carmen Inchusta,
Santiago Marquina, Claudia Parra, Irene Mombiela, Dionisio Sánchez, el que esto
escribe…
Si un día volviese la revolución me gustaría que nos
pillase reunidos en una taberna, en la modernidad líquida de la pequeña Europa.
Modernidad en la que todo relato se transforma en anécdota, y toda anécdota, a
su vez, en síntoma de una enfermedad trascendente que nos afecta a todos, tan
vieja como nuestro viejo continente, como la noche de los tiempos. Como decía
Pascal, siempre morimos solos.
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