-Por Luis Felipe Alegre-
Mediaba el curso 70-71 cuando entró en el colegio una nueva profesora de dibujo. Un día nos dijo que iba a leernos unas poesías de, entre otros, un tal Miguel Hernández. Una me conmocionó; se titulaba “Los cobardes” y las punzadas de sus versos me llevaron a buscar sus libros por bibliotecas y librerías. Pude comprar El rayo que no cesa, que iba seguido de El silbo vulnerado, editados por Cosío en Austral. En una biblioteca de barrio, pude encontrar, ¡oh, sorpresa!, la antología de Losada con “Los cobardes” y otros poemas furibundos.
Ya de muy niño había demostrado mi capacidad para memorizar versos, de Manrique o de Santos Chocano; me gustaba aprender poesía. Ahora, en mi adolescencia se despertó la necesidad de gritarla al mundo. Durante tres años me apliqué a ello por parroquias y sótanos, teniendo como público fijo a mis compañeros y profesores de Bachillerato. Con Hernández, se alternaban los recitales de Machado, Lorca, León Felipe, Neruda, Nicolás Guillén, Blas de Otero… Me acompañaban en la aventura músicos y colegas de la Escuela de Teatro. En 1973 le pusimos nombre al grupo: El silbo vulnerado, igual que el libro de Miguel. Éramos, pues, un grupo impreciso de actores que recitaban y músicos que acompañaban, acaso con alguien que cantaba o pintaba, al que yo daba continuidad.
Llegó a mis manos una cinta de casete que el Frap utilizaba para captar adeptos. Allí estaba la voz de Miguel Hernández recitando su “Canción del esposo soldado”, y yo, que no me identificaba ni con el rol de esposo ni con el de futuro padre, valoré el documento por quien hablaba e ignoré todo lo demás. Más me impactó un párrafo de su “Prólogo al teatro de guerra”, que figuraba en el programa de mano de la obra teatral Sócrates, de Llovet-Marsillach. Decía: “Hay que sepultar las ruinas del obsceno y mentiroso teatro de la burguesía, de todas las burguesías y comodidades del alma, que todavía andan moviendo polvo y ruido en nuestro pueblo. ¡Fuera de aquí, de los ojos y de las orejas de aquí, aquellos espectáculos que no sirven para otra cosa que para mover la lujuria, dormir el entendimiento y tapiar el corazón reluciente de los españoles!”; argumentos que pasé a aplicar en mi particular guerra contra los declamadores mayores (jóvenes no había), a los que yo reprochaba su repertorio gabrielgalenesco y su limitación expresiva. Queriendo romper con eso, yo comenzaba los recitales entre el público, hacía guiños sospechosos y gritaba enfáticamente desde el machadiano “Mañana efímero” hasta “La mujer con alcuza” de Dámaso Alonso, pasando, claro está, por los sonetos más enfatizables de Hernández que se colaban entre los poemas de Viento del pueblo.
En 1976 se cumplían 40 años del inicio de la Guerra Civil y del asesinato de Lorca y habíamos montado García Lorca, 40 años ausente. Pero ese año, alguien decidió que la punta de lanza para reivindicar Democracia había de ser Miguel Hernández. Y hubo que ponerse a ello. Ese año pudimos contar ya con la ayuda de nuevos estudios, el de Francisco Umbral; el de Sánchez Vidal; o la introducción a la Obra poética completa, de Leopoldo de Luis y Jorge Urrutia.
Lorca se quedaría en el estreno y nos concentramos en un Miguel Hernández más sencillo, con un gran cuadro como escenografía, tres voces, una guitarra y unas lucecitas. La selección de poemas era más abierta, incluía ya poemas como “Me sobra el corazón” y algunos de El hombre acecha y del Cancionero y romancero de ausencias. ¡Ah! y solo gritábamos un poco en los de Viento del pueblo. Intentamos participar en los actos del homenaje, en Orihuela y otros lugares, pero no se nos consideró relevantes. Ni que decir tiene de los dedicados a Lorca y Machado. Afortunadamente, había un hervidero de homenajes y a algunos escenarios nos pudimos subir.
Aquella temporada trabajábamos en El Silbo: como recitadores, José Mª Pons, Alicia Rubio y yo; el músico Francisco J. Gil; y como técnicos Chusé Aragüés y Alfonso Lavilla, quien también pintaba las escenografías.
Aquella temporada trabajábamos en El Silbo: como recitadores, José Mª Pons, Alicia Rubio y yo; el músico Francisco J. Gil; y como técnicos Chusé Aragüés y Alfonso Lavilla, quien también pintaba las escenografías.
Una función especial para el recuerdo tuvo lugar en Jaca. Estaba organizada por gente de la “plata-junta”. El acto debía celebrarse en el salón de actos del Instituto, que se usaba para las actividades de la Universidad de Zaragoza, dentro de sus Cursos de Verano para extranjeros. Como esos días tocaba Pilar Bayona, el escenario estaba ocupado por un hermoso piano de cola. Cuando lo arrinconábamos apareció la pianista dispuesta a ensayar. Tras aclarar el malentendido, Pilar se sentó a practicar y nosotros nos ocupamos de colgar el cuadro y empalmar las candilejas en el proscenio.
Aunque nos mirábamos de soslayo, todo iba bien hasta que se desencadenó la tormenta: la virtuosa, molesta con una mosca que la incordiaba, atacó “El vuelo del moscardón”. El súbito cambio de Albéniz a Rimsky Korsakov sorprendió a Alfonso, que colgaba el cuadro subido a una escalera, y su martillo cayó sonoramente al suelo en el momento en que yo, armado con el guión del recital, acorralaba al insecto que se escondía entre las cuerdas del piano. Asustado, y con medio cuerpo en la caja del instrumento, me incorporé nervioso, soltando el apoyo de la tapa del piano que cayó sobre mi cabeza. Pilar gritó, la escalera se tambaleó, el cuadro dio en el suelo, y una colección de chispas anunció el cortocircuito que nos dejaría a oscuras. Evacuamos el teatro a la luz de un mechero. Ya en el exterior, Pilar nos dijo: “Esto han sido rayos de Miguel”. Reímos, cambiamos el fusible, volvimos a nuestros puestos y, un rato practicando y otro hablando, Pilar nos contó de su trato, leve, con Miguel Hernández. También de Federico y de la hermandad que sentía por otros compañeros de la Residencia de Estudiantes en aquellos años 30. A una cuestión que le comenté, dijo tajante: “Delante de mí nunca se habló de política. Además, yo no lo hubiese consentido”. No me extrañó, pues, que, después de nuestro recital, Pilar Bayona solo felicitara a Francisco J. Gil, que era el guitarrista.
Que el nombre del Grupo remita de inmediato a Miguel Hernández ha sido una bendición en el trato con escritores que lo conocieron y trataron, pues a varios les he oído recuerdos emocionados sin preguntarles nada. Juan Gil Albert, que nació también en 1910, me habló de la “camaradería” que le unía a Miguel. Rafael Alberti me dijo que, inexcusablemente, siempre decía “Vientos del pueblo” en sus recitales. Leopoldo de Luis me dedicó sus poemas con una cita de Miguel. Y Don José Bergamín, al nombrarle El silbo vulnerado, se levantó del sillón y se quedó mirando hacia la ventana de su buhardilla pero sin mirar la ventana, ni la plaza de Oriente, ni nada, como extasiado. Yo, queriendo bucear en el cuelgue que había pillado el maestro, recite, con los ojos cerrados, religiosa y rápidamente el soneto “Como el toro he nacido para el luto y el dolor…” y no sé qué cara pondría don José, porque yo no osé abrir los ojos. Esa tarde el anciano (esto sería el año 79) ya no habló de otra cosa más que de toros.
Como supongo será normal, en un proceso de trabajo sobre un personaje, se produce un intercambio de vicios, virtudes, gestos, modos de hablar, inquietudes, certezas, afectos, distanciamientos, etc., que si dura mucho tiempo puede saturar. En los 80, dejar a Miguel Hernández en segundo plano del repertorio tuvo que ver con un proceso personal y también con un abandono de ciertas inquietudes por parte del público, como se vio en el eclipse de la vieja guardia de cantautores. Así que seguimos nuestro camino, con Jorge Manrique, con Quevedo, con la poesía hispanohebrea, con Rosendo Tello, con Sender, con Cervantes, con Gelman, con Gil de Biedma, con Borges, con… Pero cada tanto, el retorno a Miguel Hernández: el 88 en Guinea Ecuatorial, con Jesucristo Riquelme, en los colegios de Malabo y Bata; en el 91, con Carlos Barbachano y viejos combatientes del 5º Regimiento, lo homenajeamos en la UNEAC de La Habana. Etc. La portada de El silbo vulnerado: un sueño de juglares, que sobre los primeros 20 años del Grupo escribió Antón Castro, mostraba un limón dentro de una jaula.
Hemos justificado la enseña de Miguel Hernández, en los días claros y en los oscuros. Goyo Maestro convirtió "El silbo vulnerado" en una canción maravillosa y todos estos años la hemos cantado cuando han coincidido las cuerdas de Goyo con la voz de Carmen Orte. Yo he recitado regularmente su poesía amorosa. Nuestra aportación como difusores del poeta ha sido, obviamente, insignificante en comparación con los millones de oyentes a los que llega Serrat, que fue quien lo entronizó en la calle, en todas las calles.
Siempre he sentido cierta carga de responsabilidad por usar como identificación de nuestro mester la referencia hernandiana de El silbo vulnerado. Mas cumplimos nuestra misión diaria, que es difundir la poesía en cualquier rincón donde se hable nuestro idioma. No ha sido cosa de una fiebre pasajera, como no lo fue la voluntad de Miguel por ser poeta y dramaturgo.
Ya hace tiempo que me di cuenta de que, salvando las distancias tecnológicas, todo lo que pueda hacer yo en un escenario ya lo hicieron otros y, seguramente, con más oficio y mérito, como los declamadores mayores que yo conocí e ignoré de joven, el último eslabón. Seguramente lo hizo todo Miguel Hernández, actor en los teatros de Orihuela y rapsoda de versos propios y ajenos. Pienso hoy en dos altos ejemplos de rapsodas: el español Pío Fernández Cueto y el cubano Luis Carbonel, transmisores diarios de poesía en cualquier tipo de escenario. Parece extraño que nadie los recuerde cuando hace balance de los intérpretes de poesía. No son flor de un día, ni un intento mediático para gozar de popularidad en el barrio. Su trabajo, como el del bululú José María Vilches en Argentina, es recordado por los que sintieron la poesía y la cercanía del intérprete. Viajando por el mundo he conocido mucha gente que se emociona con su evocación y he llenado muchos cuadernos con los repertorios y detalles que devotos oyentes recordaban de aquellos.
Hoy se cuestionan muchas cosas del pasado y del presente. Así se impone la idea de que no debiera interesarnos la poesía pretérita porque el rap o la polipoesía son las formas modernas y juveniles de expresión poética popular. Y piensan algunos nuestra Historia no debería remontarse más allá de los años yeyés. Piensan que saber dónde está el cadáver de Lorca es algo que no le interesa a nadie.
Criminales culturales han cerrado estos años las puertas de la poesía a los jóvenes. ¿Tanto creen que han cambiado los sentimientos de los adolescentes, su curiosidad, su capacidad para disfrutar una metáfora?
Por otro lado, a nosotros no nos queda más remedio que cumplir nuestro destino: revivir el pasado con nuestro silbo. Se lee en La Odisea, que los dioses urdieron las guerras para que las generaciones posteriores tuvieran un asunto que cantar. Yo no pienso llevarle la contraria a Homero. Y espero que muchas generaciones sigan cantando (contando, recreando, discutiendo) aquella guerra en la que, entre todos los demás, luchó Hernández.
Por otro lado, a nosotros no nos queda más remedio que cumplir nuestro destino: revivir el pasado con nuestro silbo. Se lee en La Odisea, que los dioses urdieron las guerras para que las generaciones posteriores tuvieran un asunto que cantar. Yo no pienso llevarle la contraria a Homero. Y espero que muchas generaciones sigan cantando (contando, recreando, discutiendo) aquella guerra en la que, entre todos los demás, luchó Hernández.
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